Isabelita apenas cuenta con nueve años pero cuando abre la boca cualquiera que la escuche se queda pasmado. Va a la escuela —colegio nacional— muy cerca de casa y es una niña obediente. Lo que más le gusta es el mes de mayo. En su escuela, y podría decirse que en todas, se celebra el mes de María.
Montan un altarcito en algún rincón del colegio y las alumnas traen todas las tardes flores para la Virgen. Las que pueden hacen que sus madres se agencien un ramo de lirios blancos que son las flores más preciadas —símbolo de la pureza y la virginidad— aunque eso las niñas no lo saben. Algunas tienen jardín en casa y les resulta fácil presumir de la media docena de lirios cónicos, en forma de cucurucho, con ese pistilo amarillo que tizna si lo tocas.
Otras, como Isabelita, se conforman con unos cuantos claveles comprados a la anciana que se aposta a la entrada de la iglesia por las mañanas. Si los hay, los compra blancos. La mujer adorna los claveles con unas ramas de “mosquita”, esas flores diminutas, crucíferas, blancas, prendidas de unos tallos enhiestos y muy finos, verde hierba.
La maestra, doña María Vinuesa, es la que otorga el permiso para que las alumnas se alternen en la tarea. Isabelita, cuando oye su nombre diciendo «Pasado mañana tú, Isabelita», sonríe a la maestra, agradecida. Llega alborozada a su casa y le pide a la abuela que si podrá llevar flores. Ella no tiene jardín en casa, apenas un pequeño gallinero que les proporciona huevos para el gasto.
Las flores se traen a la escuela por la mañana y se entregan a la directora que se ocupa de mantener en perfecto estado el altar de la Virgen con algunas alumnas del curso superior. Es una ocasión casi única para hacerse notar, eso sí, con discreción. Isabelita piensa que cuando ella sea mayor hará lo que sea para ser una de las elegidas para arreglar las flores del altar. La directora alaba el ramillete y recuerda a la niña en cuestión que María, nuestra madre, estará orgullosa. Las niñas, por supuesto, se lo creen.
Pero, de hecho, el momento álgido del día se concreta por la tarde. Las maestras reúnen a sus alumnas, escrupulosamente ordenadas en filas de a dos, y se dirigen al segundo piso donde han ubicado el altar.
El silencio es absoluto. Todas con su bata blanca bien abrochada y sus manos cruzadas a la espalda cantan “Venid y vamos todas, con flores a María, con flores a porfía, que madre nuestra es”. Isabelita nunca ha entendido eso de “porfía”, pero canta y canta cuantas veces se lo pidan.
Isabelita lleva falda de vuelo o de tablas grandes, que se las hace su abuela materna porque, claro, los pantalones están prohibidos, y unas blusas confeccionadas en batista blanca por una tía abuela que es modista. Se peina con una cola de caballo con el pelo bien tirante; sólo destaca un flequillo que le cubre parcialmente su frente ancha. Y, naturalmente el lazo, blanco, que corona la cola en lo alto.
Corren los años cincuenta y el alcalde de barrio, a través de su mujer y su cuñada, se ocupa muy bien de que todas las niñas recen a María todos los días durante el mes de mayo.