El día en que maté a Pilar Pedraza

La sombra liberada

 

—¡El Barón Corvo no existe, idiota!— me resopló Alberto Boix. Alberto Boix no es su nombre verdadero aunque, a día de hoy, no estoy muy seguro de cuál era.

Estábamos sentados en la terraza de un bar céntrico. Un mes de mayo. Más de diez contertulios ante los que Alberto me dejó en evidencia. Y luego estaban los demás clientes, que pudieron escuchar cómo me humillaban. Por entonces, hace más de 25 años, la terraza del Zurich no albergaba turistas. Aquel día había un negro al que los transeúntes miraban con curiosidad mientras se preguntaban si se trataba de un reyezuelo africano huido de una recién inaugurada república tropical.

Alberto me ensombreció el ánimo con su sentencia pública. Siempre me ganaba en conocimientos, siempre andaba tres pasos delante de mí en cultura y ocurrencias inteligentes. Y, además, por entonces, era el tipo más atractivo de todos los jóvenes artistas que nos habíamos propuesto dinamitar la cultureta catalana. Habíamos manoseado un poema de Jacinto Verdaguer, icono de la poesía patriótica, hasta convertirlo en un libelo pornográfico, le habíamos puesto letra obscena a una sardana sacramental (La Santa Espina = La fava se m’enfila: Pel damunt del nostre escrot/ aixequem el nostre gland, etc.) y habíamos escandalizado a un club de poetisas y rapsodas de la parte alta de la ciudad, templo de la más selecta ranciedad barcelonesa de la época, entre otras hazañas entrañables que no nos conviene recordar a día de hoy a ninguno de los implicados.

Tan atractivo era Alberto que yo, incauto como un cervatillo (e incluso imbécil), le presenté a Lidia Puigcercós (tampoco es su nombre verdadero y tampoco me acuerdo de cuál era) sin presentir que Lidia iba a caer en sus brazos y no en los míos, como era mi proyecto. Alberto y Lidia vivieron un verano apasionado en las costas mediterráneas de Turquía dos meses más tarde. Él se la llevó con pretensiones copulatorias pero con la excusa de indagar en el paisaje mítico de Troya y profundizar en el mundo clásico por el lado oriental. ¡Un momento! Debo volver al asunto del Barón Corvo.

La respuesta de Alberto sobre el Barón me puso tan malo que dediqué varios días a investigar. En aquel entonces Alberto era joven y guapo, yo medio tonto y además no existía Google. Tardé, pero descubrí que el Barón Corvo existió en el mundo real: se llamó Frederick William Rolfe y vivió de 1860 a 1913. El descubrimiento me permitió elaborar una venganza en frío. Planifiqué la estrategia para sacar de nuevo el tema en presencia de Alberto, y planeé una situación en la que hubiese testigos, cuantos más mejor, porque sabía que eso le iba a doler muchísimo.

Por fin llegó el día. Estábamos en el altillo de un bar del Paralelo debatiendo sobre los asuntos de costumbre (Lluís Llach es la ridiculez, lo único bueno de Jordi Pujol es que inspira a Albert Boadella, Martí i Pol un pueblerino, Xavier Bru de Sala un gilipollas y etcétera). Conseguí nombrar al Barón Corvo de nuevo y, aunque quizás se notó el quiebro forzado en mi intervención, obtuve una respuesta de Alberto Boix: «Por cierto, Luisín —me dijo—, tenías razón el otro día cuando dijiste que el Barón ese existió; lo que no debes saber es que la mejor semblanza que se ha escrito sobre él se la debemos a Pilar Pedraza, una escritora a la que deberías conocer porque le van las cosas oscuras, como a ti, aunque a mí Pedraza no me interesa nada y además me parece flojilla».

Sentí que el mundo se hundía bajo mis pies y que el único sentimiento que le despertaría a Lidia Puigcercós solo sería la compasión fraternal. Así que, desesperado y sin pensar, le espeté:

—Deberías hablar con más respeto de Pilar Pedraza, porqué murió hace un par de meses mientras escribía un tratado sobre el origen catalán de Lucifer. Es raro que ignores eso…

—Ah, hostias, perdona— me concedió Alberto, displicente y sin mirarme.

Observé a Lidia de soslayo con una esperanza mínima, casi ausente. La hallé encandilada con el verbo de Alberto, quien hablaba de un poeta albanés imprescindible. Imaginé enseguida a Alberto y a Lidia enroscados en la cama de un hotelito romántico de Tirana en el verano inminente y me percibí a mí mismo como el asesino burro y torpe de Pilar Pedraza, el criminal que dejó un montón de huellas en la escena del crimen, gratuito y mal perpetrado, motivo de burla bien merecida entre el gremio de detectives de medio mundo, o del mundo entero.