Es lunes y el mar tiembla a lo lejos como si fuese una inmensa balsa sumergida en otro mar invisible. Desde el banco del paseo marítimo uno se queda hipnotizado, absorto y en sublime embeleso durante horas y horas. Si por mí fuese podría mantenerme así, toda una vida, contemplando los cambios sustanciales de la luz reflejada en las aguas.
El tiempo detenido entre bruma y salitre, que palpita, a cada embestida del oleaje en el malecón.
El ojo jamás se aparta de la contemplación cuando el mar se embravece. Es como un delirio violento con el que defenderse, y vive dentro de todos nosotros aunque algunos lo camuflen durante toda su vida, aunque al final acaba por manifestarse.
Conocí a un hombre que murió gritando toda la tempestad contenida durante años. Es así, todos rezumamos bravura por los poros y acaba por romper contra los malecones internos para salir disparada y salpicar a los testigos.
Omitiré el lugar y el nombre de la playa que contemplo, porque, si uno se da cuenta, al fin y al cabo, todas las playas terminan siendo la misma que conocimos en la infancia, aquella a la que bautizamos como la única playa y de la que a veces se nos olvida su nombre de pila. Nombrar la playa contiene para cada uno de nosotros una ubicación diferente; un lugar añorado entre arena y espuma en el que fuimos felices, pero es un genérico y sobra todo lo demás. Con decir playa basta para comunicarnos universalmente.
Me gusta bautizarlo como «Hipnótico azul, siempre el regreso» o mejor «Hipnóticoazulsiempreelregreso» como si fuese una palabra mágica que contiene todo los significados y los deseos de los hombres que arriban a puerto desde tierra adentro.
Hoy es lunes y el mar continúa temblando, absorbido por el ojo que mira. Como si fuese una inmensa balsa sumergida en otro mar invisible…