El árbol de las luces

Mercado Central

 

Esperaba de un día para otro que la oleada de basura navideña contaminara mi barrio, a pesar de que estábamos todavía en noviembre. Sabía sobre todo, antes de verlo, que el espacio de la plaza del Doctor Collado, donde la gente baila swing los domingos por la mañana, se iba a ver mancillada en su pureza, y que sus buenas vibraciones serían obstaculizadas por algún adefesio. Así ha sido: este domingo, cuando todavía falta bastante para Navidad, la música parece mustia, hay menos bailarines y la energía que me llega es mucho menos pura. «Auras de baja frecuencia», lo llama mi amigo Merlín, el mago de la calle de Cavallers. ¿Por qué se produce esto? Porque justo en el centro de la acogedora placita con su olivo centenario, nos han colocado uno de esos espantosos simulacros de árbol, metálicos, hechos con alambres, a modo de paraguas cerrado, chorreando lucecitas de colorines, y con una estrella de bombillas blancas torcida en la punta.

—¿Qué hace esto aquí? ¿Por qué afean la plaza?

—A la gente le gusta —dice el concejal de festejos.

—Y un huevo, le va a gustar. Ustedes lo ponen y punto. No le gusta a nadie.

—Para que se note que es Navidad.

—¿Y para qué se tiene que notar? ¡Todo el mundo lo sabe por la lotería y los langostinos congelados, carajo! Además, ¿a quién le importa este horrible armatoste? ¿No tenemos bastante con los marrones políticos y de todo tipo en los que chapoteamos en este circo llamado mundo?

—Pues el alcalde de Vigo, Abel Caballero, ha inundado su ciudad de luces y bien que le está luciendo, valga la redundancia, en los medios de comunicación, aunque se rían un poco de su horterada.

—Me importa un pito el alcalde de Vigo y su deterioro neurológico. Yo este árbol no lo quiero.

—¡Móntese en su patinete y diviértase, mujer! El caso es siempre atacar a los políticos, es como si les dieran a ustedes cuerda…

—¿Políticos? No me haga reír. Aquí no hay políticos desde Carlos II el Hechizado.

Pero, aparte del árbol metálico de la plaza del swing, lo peor del barrio en estas fechas es lo del Mercado Central, el espacio más sagrado de la ciudad y catedral atea. Debajo de la hermosa cúpula, cuya luz cae al suelo desde lo alto creando un espacio misterioso y vacío, hete aquí que han plantificado una maqueta gigantesca y secuencial de lo de Belén, en la que no faltan arquitecturas pseudoantiguas y ruinas egipcias. Los turistas están como locos con el engendro. Se van a llevar consigo miles de fotos. No sólo las habituales de los bodegones que con tanto mimo montan los tenderos en los puestos al amanecer, sino de estos horrores católicos que embelesan a los visitantes, sean cuáqueros o budistas zen.

Parece como si los arzobispos y los tenderos tuvieran que conquistar y santificar cualquier centro, sea plaza o crucero, cuya circularidad resulte mística para los ateos, aunque también seamos ciudadanos y paguemos nuestros impuestos. Botiguers y meapilas prefieren el jodido árbol celta envuelto en lucecitas de led. El espíritu consumista de la Navidad, digo del capitalismo, no deja títere con cabeza en esta orgía de vueltas sobre sí misma que, en definitiva, desemboca en gastar lo que se tiene y lo que no. «¿Crisis? ¿Dónde está la crisis?», pregunta el mismo zopenco que dijo ayer: «¿Contaminación? Pues yo no la veo».

Somos un estado aconfesional ultracatólico, qué duda cabe. A las primeras de cambio sacamos a pasear al santo, iluminamos las tinieblas, cortamos el tráfico por las procesiones, por las cabalgatas de los Reyes Magos, por el Corpus, por san Apapucio o por santa Eduvigis. Todo ello yace a modo de subtrama del tejido urbano: la de los cofrades de esto o de aquello y, últimamente, la de las franquicias de adornos luminosos, que centellean incluso en los cordelitos de los globos de los niños o en los cochecitos de bebé… Hasta en el hall de mi facultad hay un árbol con bolas, y otro en la cafetería, por si nos habíamos olvidado de saludar al primero. Alegría, alegría. Ganas me dan de montar una performance destructora arrimando el mechero al grande como si se tratara de una bandera enemiga.

Dicen que cuantas más luces haya, más comprará el personal y más felices seremos. Sí comprarán, sí. A la basura navideña se unirá en los contenedores la mierda consumista: cajas, plásticos, envases, lazos, latas, una marea de felicidad efímera compulsiva, producida por mano de obra casi esclava. Y así un año tras otro, sin descanso. La gente se echa en brazos del desenfreno y la disipación cuando tiene al fantasma de la peste llamando a las puertas de la ciudad.


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