La primera demostración de mi genio fue considerarme a mí mismo como tal. En el cole nos habían encargado una redacción (lo típico: ¿Qué hiciste el fin de semana?) y, por más que leía y releía mi texto buscándole defectos, no dejaba de asombrarme: “¡He parido una jodida obra maestra!”.
La segunda muestra de genialidad fue actuar en consecuencia. En cuanto fui mayor de edad lo mandé todo al carajo. Ni universidad ni pollas en vinagre. Me largué de casa haciéndolo al estilo Rimbaud (mi ídolo): a pie, con el petate a cuestas y la barbilla apuntando al cielo, rumbo a Barcelona, donde esperaba triunfar de inmediato, como hizo él cuando irrumpió en París siendo apenas un adolescente imberbe.
Lamentablemente, son malos tiempos para la lírica. Y si no me creéis, preguntaos cuándo fue la última vez que os comprasteis un poemario. Ahora se llevan el hip hop y derivados, con los que seguramente me habría ido mucho mejor, pero cuando uno nace cazuela no sirve para paella. Aun así, empecé a moverme por el mundillo literario, aprovechando las sesiones de micrófono abierto en bares como La Sonora de Gracia y otros parecidos para recitar mis poemas.
No me pagaban un céntimo ni recibía los aplausos que, en mi humilde opinión, se merecían mis poemas, pero por el camino conocí a un montón de personajes interesantes, casi todos ellos alejados de los convencionalismos burgueses y procedentes del norte de Europa, lo que me sirvió de inspiración para mi poema épico: “¡Oh, Europa!”, en el que comparo nuestro continente con un inmenso tobogán por el que se deslizan sus mentes más volátiles hasta desembocar en Barcelona.
Entre todos esos personajes, y a través de la espesa nube de los porros (¡hay que ver cómo fuman los artistas!), conocí a mis tres amores de verano. Las tres me enseñaron algo y me dejaron de recuerdo un regalito, que incluyo entre paréntesis: Gerda, alemana, me enseñó a abrazarme con todas las criaturas de la naturaleza, en particular los árboles y los perros (pulgas); Mimí, finlandesa, a trenzar amuletos y rastas (piojos); y Carola, noruega, a amar libremente, sin ataduras ni condón (purgaciones).
Pensaréis que pasé ese verano hecho un despojo, pero no fue así ni mucho menos. Cuando uno es joven y hace calor, aguanta lo que le echen. Saltaba de un sofá a una cama o dormía al raso en un recoveco de la vieja muralla en Montjuïc. El mar era mi bañera. Las duchas de la playa, mi aseo. Si quería sacarme cuatro perras, descargaba maletas en el puerto. Pero, sobre todo, escribía. A todas horas, en todas partes. Versos inflamados, bulliciosos, espumosos… Muy adjetivados, como podéis ver. Llenos de colores vivos: rojos, verdes, amarillos, como un castillo de fuegos artificiales ambulante de mecha cortísima, presto a estallar a la menor ocasión para celebrar el milagro de la vida y sus placeres sensoriales, y la hermandad universal que entrelaza a todos los hijos de la creación.
Pero el verano llegó a su fin. Y con él también se fueron los amigos de la legión extranjera. La mayoría regresaron a sus países de origen para retomar sus estudios, como si hubieran despertado de un sueño muy largo, de tres meses de duración. Otros se subieron de nuevo al inmenso tobogán, siempre hacia el sur, persiguiendo el calor, donde la fiesta aún no había terminado, llegando a Tarifa o incluso más allá, cruzado el estrecho, a lugares con nombres tan evocadores como Marruecos, Argelia o las Islas Canarias.
Solo yo me quedé. Pero ahora yo era otro. El frío había anidado dentro de mí. Se acabaron los sofás y las camas. El recoveco de la muralla ya no era un capricho o una solución de emergencia, sino mi único hogar. El mar estaba gélido. Las duchas de la playa, secas. No había maletas que descargar (la temporada de cruceros también había llegado a su fin). Seguía escribiendo, pero los adjetivos se me habían caído de las manos como las hojas de los árboles, de modo que ahora los verbos, descarnados, campaban a sus anchas. Sirva de ejemplo mi poema “Invierno #6”, que consta de un único verso: “sufro”. Ni siquiera “sufro mucho”, pues cuando se elige bien el verbo todo lo demás se sobreentiende. En resumen, y volviendo a mi queridísimo Rimbaud, había pasado de “Las iluminaciones” a “Una temporada en el infierno”, donde, como hizo él, aproveché la zambullida para bucear hasta lo más hondo del alma humana.
Aprendí, por ejemplo, que los pies son el termómetro de la pobreza. Un pelo desgreñado puede raparse. Unas uñas con media luna de mugre pueden cortarse. Incluso unos dientes sucios pueden cepillarse. Pero los pies no engañan. Las plantas se llenan de ampollas. Los tobillos se hinchan. La piel se amorata y se agrieta. Y el olor, ¡ay, amigos!, el olor… Con semejante heraldo no había quien se me acercara con buenas intenciones; a diferencia de lo que me ocurrió con el trío calavera que andaba buscando una víctima propiciatoria para dar rienda suelta a su maldad…
Sucedió de madrugada. Estaba acurrucado entre mis cartones cuando, de repente, sentí el reguero de alguien meándoseme encima. Abrí los ojos. Tres pollitas adolescentes, una de ellas circuncidada, flotaban en el aire, trazando filigranas, rodeadas de una nubecilla de vapor y el sonido cruel de las carcajadas de los que “se ríen de” y no “se ríen con”.
No hay estructura más sólida que el triángulo. Como mandan los cánones, el canijo ejercía de líder. El grandullón, de matón. Y el callado, de recadero o de refuerzo positivo según las necesidades del momento. Debían de tener trece o catorce años, cuatro o cinco menos que yo. Pero nos separaban eones a nivel social. Y no nos olvidemos del factor numérico: ellos eran tres y yo estaba solo.
Sé perfectamente que tendría que haberme resignado a aguantar ese chaparrón en silencio. Pero había entrenado demasiado mi lengua como para mordérmela ante la mayor ofensa que podía hacérseme (si Ricardo III hubiera sido un vagabundo, no habría ofrecido su reino por un caballo, sino por unas cuantas láminas secas de cartón del bueno).
—¡Mentecatos! ¡Mercachifles! ¡Patanes! ¡Pazguatos!
Leer a los clásicos sirve para muy poco, pero a la hora de insultar va de maravilla.
En lugar de felicitarme por mi vocabulario, empezaron a pegarme. Como buen escritor, viví la paliza como un narrador externo. Así pues, cuando me abrieron una ceja, más que: “¡ay, qué dolor!”, pensé: “una lágrima sangrienta abre paréntesis en la faz del poeta”, al mismo tiempo que calculaba mentalmente si tendría suficiente calderilla para sacarme unas fotos de fotomatón como hacían los poetas surrealistas (estaréis de acuerdo conmigo en que las cejas partidas dan mucho pedigrí). Pero volví bruscamente a la cruda realidad cuando el grandullón descargó todo su peso sobre mi pierna derecha. Se oyó un chasquido idéntico al que hace una ramita seca cuando la doblas por la mitad: “¡clac!”.
Me puse a gritar como un endemoniado. Tenía la pierna en una posición antinatural. Mis agresores regresaron de golpe a la infancia, huyendo despavoridos ante las consecuencias de sus actos. Por mi parte, tuve la delicadeza de desmayarme.
Recuperé el conocimiento en la ambulancia (un tío que había ido de cancaneo a Montjuïc había visto la paliza y había llamado a emergencias). Así que aquí me tenéis, con la pierna escayolada desde la ingle hasta el pie, a punto de recibir el alta.
Según los médicos, es probable que me quede cojo para toda la vida. No me preocupa especialmente. Aprenderé a cojear con gracia, como lord Byron. Y es que, aunque cueste de creer, estoy bastante contento. Por un lado, porque siento mis humores reverdecer ante la llegada de la primavera. Y por el otro, porque considero ampliamente superada mi etapa de poeta maldito. Adiós, infierno. Ahí te pudras. Ahora me toca pasar al purgatorio. Después, si nada se tuerce, me descubrirá un público selecto. Más adelante, me llegará la consagración definitiva ante el gran público, que no me leerá, pero sabrá quién soy. Y finalmente, tras mi muerte, me subirán a los altares de la historia de la literatura… Pero, en fin, paso a paso.
Os quiero (queredme).