El otro día tuve que acercarme al tanatorio a velar a un conocido. Me llamó la atención una sala que estaba sin gente. Con curiosidad morbosa me acerqué al cristal y vi en el féretro una mujer que, al aproximarme, me contó:
Desde esta perspectiva en la que me encuentro, observo con claridad el espacio en el que tanto disfruté de una tendencia malsana que hoy no tiene sentido ocultar, pues, literalmente, no existo. Embriagada de aromas pastosos de flor cortada a mansalva, en un ambiente irrespirable que a mí no me molesta, veo desfilar como en un escaparate a personas que hace tiempo tenía olvidadas. Gentes hoy lejanas que en entonces formaron cuerpo conmigo: amantes, familia, amigas, amigos, curiosos vecinos, inesperados compañeros. Insignificantes personas con las que pasé largo tiempo sin saber quiénes eran y hoy, que ya no importa, me llevan a reflexionar sobre las relaciones humanas. Estoy decidida a hablar, pues no tengo que temer las consecuencias de mis revelaciones.
Mirad la sala través del cristal. Precisamente en esa sala comenzó todo: fue en el funeral de un vecino cuando experimenté por vez primera esa sensación que con el tiempo se convirtió en vicio. Descubrí las propiedades que tenía un espacio como este para dar satisfacción a mis apasionadas fantasías sexuales. En esta primera experiencia descubrí lo fácil que era violar al masculino. Solo tenía que rozarle la bragueta y esperar que mostrase el aguijón. Lo demás venía solo.
En ese ambiente tanatorial, apartado de las ciudades para eludir la muerte, en ese espacio de velada contrición, de respeto forzado y formas impostadas, una mujer lánguida y desvalida por la aparente pérdida de un deudo puede lograr con facilidad que incautos abejorros se posen en ella para el consuelo. Ahí, en la cercanía, el roce certero y la aproximación de los cuerpos enaltecen al más prevenido, que, entre temblores de duda y asombro, se desliza con facilidad hasta el éxtasis. De pie, en los aseos, sobre el mármol del suelo o en el catafalco sin arcón de una sala vacía. Las posturas y resultados de mi actividad —nunca supe si adictiva o compulsiva— conforman un catálogo de venturas y desventuras de carácter anecdótico. Recuerdo con mayor deleite las patéticas circunstancias y reacciones de mis incautas víctimas que el propio gesto con el que remataban sus atribuladas eyaculaciones, mi objetivo en definitiva.
Sentirme poseída en ese ambiente que a cualquiera le parecería perturbador, a mí y a mis improvisados amantes nos doblaba la libido. La presión del momento se trasformaba en un estímulo que nos hacía más desenfrenados, lascivos, apasionados, doblemente orgásmicos.
Orgasmos como no habíamos conseguido en nuestra puñetera vida, ni yo ni mis partenaires de Tánatos vencido por Eros. Recuerdo en particular un polvo de pie con un desconocido en el que, al llegar el rayo que fugaz recorre la médula hasta el espasmo, con mis piernas abrazando sus caderas, su peso y el mío le soltaron las rodillas que, dobladas, se estrellaron contra el suelo. En tales circunstancias, el desconocido, bizqueando, se enderezó, y con gesto desbocado lanzó un sonoro alarido que creó un momento de confusión en el silencioso espacio. Aún recuerdo, al salir de la sala recomponiéndome de la circunstancia, los comentarios de sus familiares y amigos sobre su inmenso dolor por la pérdida, mientras él, apoyando la cojera en su mujer, la abrazaba ocultando el manchurrón blanco pastoso de su pantalón, color oscuro sepelio.
Al principio me consideraba una enferma, que estaba mal de la cabeza. Luego pasé por una época “sociológica”. Me divertía analizando los fenotipos con los que me encontraba: cultos, aprovechados, incautos, maridos… Indefectiblemente, había un común denominador: el velatorio, que reforzaba la libido de los que iban allí a presentar sus respetos. Es normal enfrentar a Eros con Tánatos y viceversa.
Tuve que aprender a llorar sin motivo ni ganas. Curioso, cuando tantas veces me sobraban razones y no lo hice. Con ese formato llorón, en los exteriores, espacios a los que se sale a fumar, alcancé el mayor número de capturas, y reservé la cafetería y los pasillos para acercamientos más precisos, predeterminados. Una vez levantado el ficticio telón con el que arrancaba mi representación, el éxito estaba garantizado, porque si no se acercaba algún piadoso samaritano a darme consuelo, pedía un pañuelo.
Convertí aquel espacio de duelo en un acerado crisol en el que, conjugando modos, culturas, pasiones y credos, se producía oro. Solo tenía que estar atenta a los movimientos de mis posibles amantes para dirigir sus sorprendidas actitudes a un único fin, arrojados en tresillos espléndidos, sillas, banquetas, losas, mesas, contra el cristal de la sala vacía mirando al muerto o la muerta; con su gesto indolente de blancura mortecina, algidez pura y sublime que me elevaba.
En la obsesión por el encuentro del éxtasis, la felicidad de la paz espiritual —no la bacanal dionisíaca— se había convertido en mi objetivo, hurtada a la realidad, ajena a la conventualidad de ese espacio de recogimiento, duelo y pena. Sin miramientos por los sentimientos relacionales, amor, cariño, respeto; abierta al sentido sin sentimientos. La síntesis del goce carnal y fisiológico sin recalar en ataduras sociales, salvaje y reconfortante. Volando por Eros con el consentimiento de Tánatos. Ni viva ni muerta, en el borde, derramando a un lado y otro el desborde del éxtasis, con la muerte como catalizadora del placer.
Sentirme en ese vértice renunciando a los significados absolutos y predeterminados, en medio del sinsentido, pues nada lo tiene; nihilista abierta en jarras. Así, el único regocijo se produce a través del cuerpo, por la fuerza que recorre la médula y te estremece cuando explota, haciéndote feliz; con la cópula como único recurso, sin miramientos por el origen de la sensación ni de su acierto.
Una actividad que me recordaba a la de los místicos y las vírgenes vestales, que encarnan la pureza y la castidad, y que, al ser heridos por la flecha de la lujuria, ante su fiero escozor, se lanzan a la tentación antes de arrojarse por el arrecife, prescindiendo del nenúfar inmortal, muriendo en el abismo del sentir. Pequeña muerte que una y otra vez probé, hasta llegar a esta en la que me encuentro: la real y verdadera, insulsa y poco placentera.
Salí contrariado camino de la sala de mi finado, en la que hallé a los familiares entre afligidos sollozos, ante las caras de circunstancia de los amigos. No pude dejar de pensar en la historia de la muerta ninfómana con un ligero desconcierto.