Te agradezco un montón que me estés prestando parte de tu tiempo. Pero antes de exponerme a tu juicio soberano, quiero hacer un par de aclaraciones. La primera: que no soy un desesperado. Y la segunda: que tampoco soy un muerto de hambre. Como todos los que tenemos el gusanillo de escribir, me encantaría poder vivir de los frutos de las musas. Pero si la cosa no sale adelante, no pasa nada. Seguiré cometiendo asesinatos por encargo, que pagan muy bien y, además, lo hacen en negro.
Lo de ponerme a escribir fue una vocación tardía. En el correccional me habían dicho que me expresaba bastante bien. Pero no fue hasta que pasé unas vacaciones en el penal de Minas Dos, que me lo tomé en serio. En la sala de la tele solían ponernos pelis de mafiosos. Supongo que lo hacían para los que tenían morriña. El caso es que, mientras las veía, me decía indignado: ¿quién ha escrito esta basura? ¿Un gafitas que no ha pegado un tiro en su vida? Es como si yo me pusiera a dar lecciones de astronomía. ¡Fórmate un poco, hombre! Y si te da reparo, ¡pregúntale a un profesional en lugar de inventarte burradas! Por ejemplo, ¿a quién se le ocurriría disparar con la pistola ladeada y aleteando como un murciélago? Tienes que sostenerla con firmeza, para no lastimarte el hombro con el retroceso, y con la mirilla hacia arriba, si pretendes dar en el blanco en lugar de meterle un agujero al pobre desgraciado que estaba paseando al perro. ¿Y lo de quemar cadáveres? ¿Qué manía es esa? ¡La carne no prende! ¡Por mucha gasolina que les eches, sólo conseguirás chamuscarlos por fuera! Esto lo sabía hasta mi tío Pedrín, el de los corderos, que apagaba los incendios con las manos.
Te pido disculpas si a veces me exalto un poco. Pero hay ciertas cosillas que me sacan de quicio, y el psicólogo de la cárcel me aconsejó que exteriorizara mis emociones, porque si no se me acumulan dentro, y luego estallo por cualquier tontería.
La cuestión es que me dije: con lo que has vivido y el mercado que esto tiene, deja de hacer el gilipollas y escribe una novela. Compré un boli y un cuaderno en el economato, me senté en el escritorio de mi celda y escribí el título de mi novela: FINO COMO UN CUCHILLO. Así, en mayúsculas, que acojona más.
Cuando me soltaron, fui directo a una editorial.
—Quiero ver al editor —le dije a la recepcionista.
—El editor no atiende a desconocidos —me contestó la muy zorra sin levantar la mirada del periódico.
—Traigo una novela.
—El editor no atiende a escritores desconocidos.
—¿Y cómo los conoce antes de que se hagan famosos, lista?
La recepcionista se dignó por fin a mirarme.
—Puede mandarnos su manuscrito. Si nos interesa, ya contactaremos con usted.
—Pues aquí lo tiene —le dije dejando mi cuaderno sobre el mostrador.
La recepcionista le echó un vistazo.
—No aceptamos manuscritos escritos a mano.
—¡Tócate los huevos! ¡¿Y por qué se llaman manuscritos?!
Salí de la editorial con un cabreo de aquí te espero. Por la noche asalté una vivienda para agenciarme una computadora. De vuelta a la pensión, me puse a apretar botones hasta que el trasto se encendió. Entonces apareció un mensaje solicitando la clave de acceso. ¿Desde cuándo las computadoras personales tienen contraseña? Reconozco que, después de tantos años en chirona, me he quedado un poco desfasado. Puse unas cuantas palabras al tuntún. Pero, al cabo de tres intentos, la computadora se bloqueó y, finalmente, se apagó. Me había olvidado de robar el cable de la alimentación.
Al día siguiente fui a un centro comercial, donde un chico muy majo me vendió una computadora y una impresora que además tenía fax, ¡la leche! Volví a la editorial. Pero la misma recepcionista que no había aceptado el manuscrito escrito a mano, me dijo que ahora tenía que encuadernarlo y enviarlo por correo. Me pareció tan triste tener que atracar una imprenta y un quiosco por un miserable rollo de espiral y un par de sellos, que los acabé pagando de mi bolsillo. Eché mi novela al buzón y me puse a esperar. Y a esperar. Y a esperar un poco más.
Pasaban los meses sin que tuviera noticias de la editorial. La recepcionista ya avisaba al vigilante de seguridad cada vez que me acercaba a preguntarle. Un conocido me puso en contacto con un tipo que corregía textos. Aunque se llamaba Javier, se anunciaba como: “Javi, tu editor amigo”. Pero de amigo nada, eh, que el muy cabrón cobraba, ¡y por horas! Quedamos en una cafetería (pagando) para que le enseñara mi novela. Una semana después volvimos a quedar (pagando otra vez). Javi me dijo que mi novela tenía potencial, pero que teníamos que pulirla (pagando, por supuesto).
—En primer lugar, le faltan diálogos —me dijo el tío como si fuera una obviedad.
—¿Diálogos con quién? —le pregunté alucinando en colores—. ¿Con los que se carga el asesino?
—Sin diálogos la lectura se hace un poco pesada… —me dijo el muy cobarde echándose atrás.
Añadí los puñeteros diálogos. Pero Javi seguía encontrando defectos a mi novela.
—El modus operandi del asesino es muy repetitivo. Mata a todas sus víctimas igual.
—Clavándoles un cuchillo en el hueco que hay entre la pelvis y las costillas, entrando por un costado. Si el cuchillo es largo, no falla.
—Ya… ¿Y por qué no haces que mate a alguien clavándole el cuchillo en el corazón?
Miré a Javi como si fuera idiota.
—¿Tú has matado a alguien, gafitas? Para ensartar un corazón tienes que ir de frente y además están el esternón y las costillas.
—Sólo era una sugerencia…
Mi novela se convirtió en un baño de sangre. Consulté un libraco de anatomía para que mi protagonista cortara todas las arterias habidas y por haber. Pero, sinceramente, me parecía poco realista. Hay que ser muy bueno para saber pillarlas a ciegas.
Cuando Javi leyó la versión definitiva de mi novela, me dijo que la había estropeado. Me cabreé tanto que no me pude contener. Le clavé mi cuchillo en el hueco que hay entre la pelvis y las costillas, entrando por un costado. Y, como mi cuchillo es largo que te cagas, el pobrecito palmó.
Y aquí me tienes. Ni te imaginas la ilusión que me hace que te hayas leído mi novela. Quiero que sepas que estoy abierto a todas las críticas. Así que adelante. Sin miedo. Dime qué te ha parecido. Pero, para curarnos en salud, ¿te importaría separar un poquitín los brazos y levantarte la camiseta? Así está perfecto. ¡Ale, al toro!
¡No huyas, cabrón! ¡Aunque parezca un machete, te juro que es mi cortaúñas!