El juego de la comba

Trampantojos


Formaban un matrimonio muy bien avenido: eran dos de la misma cuerda, y sus actos y pensamientos poseían una cualidad sincrónica. Su bebé era una monada, y se lo turnaban para hacerle saltar a caballito sobre sus rodillas, con ellos sujetando firmemente las riendas. Cuando tuvo edad suficiente, acordaron que practicase el salto de trampolín: soñaban con un oro en los siguientes Juegos Olímpicos, pero el chico prefería saltarse las clases. Sus aspiraciones de hacer de él un gran hombre se balanceaban en la cuerda floja. Por eso le empujaron a saltar el charco para estudiar en la prestigiosa universidad de Princeton. Terminó su formación a salto de mata; aun con todo, acabó convirtiéndose en un eminente especialista en saltos cuánticos, y cuando su nombre se barajó para el Nobel, saltó a la fama internacional. Cuando los orgullosos padres alardeaban de hijo, tenían cuerda para rato. Pero un día saltó un resorte en el interior de su vástago: estaba harto de que otros tiraran de la cuerda de su vida. Decidió dar un salto sin red y abandonar su fulgurante carrera por los fogones de un pequeño restaurante rural. Los progenitores, desesperados, usaron el chantaje emocional para ponerle contra las cuerdas, pero él no se arredró: se le había roto la cuerda de la paciencia. Pasó el resto de sus días feliz, cocinando el que era su plato favorito: salteado de verduras de la huerta.



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