Tras haber enfriado la copa —siempre brinda por nosotros— y la coctelera —el ritmo de baile de sus caderas— en el congelador —sus pies fríos bajo la sábana—, introducir en esta última unos hielos —adora los polos de fresa—. Escanciar una medida de ginebra —recuerdos felices del viaje a Suiza— y dos golpes de vermut seco —sagrado aperitivo juntos el domingo—. Remover suavemente —caricias y más caricias— con la cuchara de bar —larga como sus besos de bienvenida—. Usando el colador —sabios dedos que eligen la fruta más madura—, verter en el vaso. Introducir un trozo de piel de limón —rubios cabellos al sol—. Adornar con dos aceitunas —sus ojos verdes— pinchadas en un palillo —silueta alta y esbelta—. Por último, beber de un trago para intentar olvidar que ya no está.
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