El cumpleaños de Lupita

No eres uno de los nuestros


Salgo dispuesta a esconder los juguetes de Ónix en el coche, se niega a recogerlos y ya me cansé de este desorden primordial. Ya en la calle, me encuentro con mi vecino, el marido de Lupita, que, a horcajadas sobre su bici, me invita al cumpleaños de ella esta tarde. Le gustará verte. Iré.

No tenía planes para esa tarde. Bueno casi nunca tengo planes. No me gustan los planes, soy más de acción espontánea.

Me preparo, preparo a Ónix. No muy arreglados, sencillos. Vamos hacia la casa, al lado de nuestra segunda antigua morada en el barrio, allí nos conocimos. Era época de pandemia y salíamos a la calle a airearnos. Nos hicimos cercanas. La pequeña María, su hija, apenas era una recién nacida. 

La primera vez que vi a Lupita con su huipil, con su puente de oro, con su mirada viva y curiosa, me cayó bien. Yo igual de curiosa que ella e intrigada por los olores misteriosos a lumbre y a especias que emergían de su cocina.

Llegamos a la casa. Venimos al cumpleaños de Lupita. Llama a Esteban, el hijo mayor que viene a recibirnos. Entramos al comedor. Una sala amplia con dos mesas grandes. Tengo la sensación de haber llegado demasiado pronto. Ónix me mira con cara de qué estamos haciendo aquí. Quiero irme, mamá. Quiero irme, mamá.

Sale Lupita de la recámara. Va vestida con un huipil elegante, con flores moradas. Su pelo recogido y los labios pintados de color vino. Nos abrazamos y la felicito. Ónix pegado como una enredadera a mis piernas no le dice nada.

Me dirijo hacia la cocina. Por fin voy a descubrir de dónde emergen esos olores misteriosos que provocaban mi curiosidad y despertaban mi apetito pandémico.

La cocina no tiene techo, se puede ver el cielo. Los mosquitos entran y salen a sus anchas. Cuchillos, ollas, cazuelas de barro, un hacha, cucharones para sopa, embudos… Me recuerda al laboratorio de una alquimista.

Lupita me da unos platos con carne mechada para llevarlos a la mesa. Le pregunto si es cochinita pibil, un guiso típico de la región de Yucatán. Me dice que no y comparte miradas con la anciana que está sentada en una silla. Las dos responden al unísono que es barbacoa, un guiso hecho con carne de res envuelta en hojas de maguey, adobada con cilantro, chile, orégano, laurel, pimienta y tomillo. La anciana, sentada en una silla al lado de la lumbre, asiente y me mira de arriba abajo con cara de quién es esta, de dónde ha salido esta extranjera que no es parte de la familia, que no es uno de los nuestros. Parece nerviosa con nuestra presencia, pero tal vez sea timidez.

En la sala hay una televisión situada encima de un mueble. Esteban, el hijo mayor, va cambiando canales hasta que deja un hit de los ochenta, Kárate Kid. Todos ya en la mesa, comemos en silencio.

Mientras envuelvo pedazos de barbacoa en tortilla calientita, busco algo de complicidad en las miradas de mis comensales. La anciana me mira atenta mientras como. La carne está muy tierna, y el sabor de las especias le da un toque especial. ¿Por qué nadie habla?

Ónix junto a dos niñas con vestidos pomposos ya corre por el comedor como si fuera uno más de la manada. Uno más. La anciana sigue mirándome de soslayo, atenta a todos mis movimientos. Los mosquitos debajo de la mesa me están masacrando. Lupita, sentada en frente de mí, con gesto serio, apenas habla, solo come. ¿Dónde está tu sonrisa abierta y dorada, mi Lupita? ¿Estará nerviosa por su cumpleaños? ¿Será que su credo no le permite comer y hablar al mismo tiempo? Mi cabeza es un hervidero, como el aleteo vampírico bajo la mesa.

Llega la hora del pastel. Habilitan una mesa pequeña para colocarlo. Es una obra de orfebrería dulce, lila y blanco, con flores moradas en la esquina. Nos levantamos para hacer fotos. El silencio deja paso a la algarabía, que se expresa en maya y en castellano.

La anciana me pregunta qué le ha pasado a mi otro pendiente. Solo llevo uno, es una costumbre que compartimos a veces mi madre y yo, además suelo perder uno, le contesto. Se ríe. Menos mal.

Vamos pasando por el photocall del pastel. Nuestro turno. Lupita ya ríe como siempre, me abraza y me da las gracias por venir. Aúpa a Ónix en su regazo y todos ponemos cara de foto.

Recojo nuestros vasos y los llevo a la cocina. Se oye una guitarra. El vecino empieza a entonar una canción popular y todos parecen saberse la letra. Al dejar los vasos en un estante, se me cae uno al lado de la olla todavía humeante, me asomo para recogerlo y observo algo que emerge a la superficie: un pie con las uñas pintadas de rojo, flota entre patatas y especias.

Vuelvo aturdida a la estancia principal. Las risas ocupan la sala. El maestro Miyagi me mira desde la televisión y me asiente con la cabeza. La anciana me mira con una sonrisa grande y desdentada. Somos parte del grupo. Una parte exótica que se ha unido a la comunidad. Hemos pasado nuestro rito de paso. Somos uno de los suyos. 

Lo que une la comida nadie puede separarlo.


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