Hay días en los que la vida
me come por los pies,
días sin sol,
fríos, sísmicos, cenicientos.
Todo pesa el doble:
la piel, las máscaras, los átomos…
hasta las células se conjuran
para engordar y amenazan
con expandir tanto los órganos
que parece que a cada respiración
—vicio vital—
o aleatorio estornudo
toda yo fuera a desvanecerse
estrellándome en partículas
de hueso y sésamo,
sésamo y hueso,
por las escaleras del metro.
Siento que el aullido del Cosmos
quiere penetrarme
como follan los delfines
por todos los agujeros.
Es entonces cuando sinestesio
y saboreo pálpito de ortigas,
oigo rasposo como estropajo
y palosanto verde,
veo a mazapán sin agua,
acaricio contáiner en verano,
huelo a máquinas tragaperras
en las Vegas.
Esos días en los que todo
pesa el doble
y la vida me come por los pies
no me corto las uñas
ni me las pinto de rojo
para que al menos
se hartatrague de mí, se atragante
y me escupa a esos días donde
la vida no pesa,
es ingrávida, límbica, chispeante,
como bañarse desnuda
en el útero de la madre tierra.
Si consigo hueso y sésamo
y entro, tras despellejarme,
a los dramatis personae
que me habitan,
salgo mojada y exultante,
río, payasa hasta la médula,
mientras bebo sal y agua
y entiendo que hay días pesados
como cetáceos
que traen plancton
y alimentan mis limitaciones
de humana casual y cotidiana.
Montaje fotográfico de Grete Stern.