Sebastián Melero, el profe de filosofía de los salesianos, nos contaba en sus clases de bachillerato que el tartamudo Demóstenes logró alcanzar fama de orador en Grecia a base de meterse piedrecitas en la boca para declamar trabalenguas, a voz en grito, en las solitarias playas del Peloponeso. Entonces no había turistas que entorpecieran su actividad, así que el tartamudo agilizó su lengua con las dichosas piedrecitas hasta convertirse en el más famoso orador de la antigüedad. Con este ejemplo, Melero pretendía aleccionarnos sobre la superación de nuestras limitaciones, como si él no estuviera limitado por arriba y por abajo, como lo está cualquier célibe con sotana. Más te valdría, pensaba yo, que te pusieras unas piedrecitas donde tú sabes, a ver si consigues marcar paquete bajo la túnica.
Melero y sus piedrecitas desaparecieron por el sumidero del olvido, pero hoy lo he recuperado en el vestuario de la piscina municipal cuando un tipejo con dificultades de dicción pretendía aleccionarme sobre el número de piscinas que debía hacer a mi edad, ¡a mi edad!, poniéndome el ejemplo de una vieja que a los sesenta años nadó (o naduvo, ¡vete a saber cómo se dice!) desde Cuba hasta Florida, un recorrido que se conoce como el Everest de la natación: 164 km., sin jaula contra tiburones, durante 58 horas, sin parar, etcétera. No sé cuántos años de entrenamiento y no sé cuántos intentos llevó a cabo para atravesar esa distancia y pasar a la historia del deporte y a las pantallas, porque por lo visto —me ha dicho— se hizo una película sobre ella que está en Netflix y cuyo título el tartamudo no supo pronunciar.
—Yo nado quince piscinas —le he dicho—, o sea, treinta, quince para allá y quince para acá. ¡Y ya está bien! Voy combinando: crol, pecho y espalda, para no aburrirme.
—¿Quin… quince piscinas? —se ha extrañado el tartamudo— Son muy poc… pocas. Eso no sirve de nada. Yo me hago dos qui… quilómetros y me quedo tan ancho. Aunque claro, a tu edad y entrenando, no está… mmm, mal. Podrías superarte… Cada día haces una piscina más y así hasta llegar al qui… qui…, quilómetro.
Y entonces me ha repetido lo mucho que entrenaba la nadadora de la película, que tenía nombre y apellidos, para logar —¡a los sesenta años! — nadar desde Cuba a Florida, batiendo todos los récords de la determinación humana.
Desde luego, a mí esas cosas me parece que no tienen sentido, pero tampoco iba a discutírselo al tartamudo. La experiencia me ha demostrado que solo podemos convencer a quien está bien predispuesto. En los casos de fanatismo deportivo es mejor poner la directa.
—Pues nada —le he dicho— ¡a entrenar!, que todavía estás a tiempo. Tu debes rondar los cincuenta, ¿no? Lo digo por la calvicie… Pero a este paso, en unas cuantas semanas de entrenamiento igual llegas a las sesenta piscinas, antesala de los tres mil metros.
—Se… se… seguro que lo co… con… consigo —ha cacareado.
Nos estábamos cambiando, así que cuando me había metido en el pantalón y atado las bambas he remachado, mirándole directamente a los ojos:
—Y de paso, mientras te entrenas, te puedes meter unas piedrecitas en la boca a ver si así consigues que te entendamos mejor, Demóstenes.
Yo creo que no me ha entendido, el majadero. ¡Mejor!