Cristobalón

Repertorio personal para gótikos


No me importa confesar que soy gótica de la cabeza a los pies. Además de vestir de negro, el color más silencioso y elegante —mal visto por mi familia cuando tenía quince años y ya era una niña gótica—, me gustan las joyas oscuras, de azabache, de ónice o de diamante negro, animadas si acaso con gotas sangrientas de rubíes, de espinelas o de granates, como los granos de granada que Perséfone comió en el Hades y le impidieron salir de él. A mí esto no me atañe, pues del Hades nunca salgo: ni lo intento. Llevo al cuello una cruz satánica invertida que suelo esconder bajo la ropa para no causar escándalo. 

Vi la luz en la muy linajuda y mágica ciudad de Toledo, amada por locos, luciferinos y surrealistas. De origen carpetano, romano, visigodo, musulmán y judío, se encuentra ceñida por un meandro del Tajo y en triángulo esotérico con Turín y Praga. Se dice que, en una de sus casas antiguas y laberínticas, vete a saber cuál, hay un sillar que perteneció al Templo de Salomón. Tocarlo con la palma de la mano izquierda proporciona alguna clase de inmortalidad, quizá no deseable, como la de los no muertos y los vampiros.

Como en muchas otras catedrales —incluidas la de Valencia, la de Sevilla y la de Lima— en la de mi ciudad natal se halla, en un muro junto a una puerta, la imagen pintada de un gigante llevando a un niño al hombro. Se apoya en una palmera a guisa de cayado. Los toledanos lo llamamos Cristobalón por su tamaño, pero pocos saben que se trata de Réprobus el Cinocéfalo, un santo monstruoso tenido por poco fiable en la iglesia católica, que lo ha puesto y quitado del calendario varias veces motu propio. Forma parte de los catorce santos auxiliadores que desde la Peste Negra ayudan en lacras corporales tan ridículas, viles e insoportables como las migrañas o el dolor de muelas, y se le invocó con preferencia durante la horrible epidemia bubónica que diezmó la población de Europa en el siglo XIV.

Sorprende a los ignorantes encontrar en la imaginería de la iglesia cristiana oriental imágenes de san Cristóbal con cabeza de perro. Estas extravagancias no son tales, sino cruces entre imágenes e invenciones por error o sonsonete de los textos. Hay muchas fábulas sobre Cristóbal. Las más antiguas se remontan al Imperio romano. Así, dicen las fuentes que en tiempos de Diocleciano y sus campañas en Marmárica (Libia), fue capturado un coloso con cabeza canina, al que la leyenda conoce con el nombre de Réprobus u Offerus. Obligado a enrolarse en la Cohorte Tercera Valeria de los Marmantos, fue trasladado a Antioquía con su unidad o Numerus Marmaritanus. Allí lo bautizó el obispo Pedro y como cristiano sufrió martirio durante las persecuciones de Decio o de Maximino II Daciano. Las fuentes informan, con no pocos pormenores horribles, que dada su envergadura colosal y al ser su cuello recio y duro como el fuste de una columna etrusca, su decapitación duró del alba al mediodía, turnándose verdugos militares y leñadores del lugar. Su presunto cráneo gigantesco se conserva en un relicario de plata sobredorada en el museo de la iglesia de Santo Justino en la isla de Rab, en Croacia. Quien lo ponga en duda acérquese por allí a comprobarlo. 

La Leyenda áurea de Santiago de la Vorágine cuenta que antes de estos avatares, Réprobus solía ayudar a los peregrinos a cruzar un río peligroso, llevándolos sobre sus hombros gigantescos para servir a Dios, por consejo de un ermitaño. En una ocasión cargó con un zagal pesadísimo, que casi agotó sus hercúleas fuerzas y resultó ser el niño Jesús, que pesaba más que el mundo porque era su creador. Recibió Réprobus por tal milagro el nombre de Cristóforo o portador de Cristo, y tras su muerte pasó a engrosar las filas de los santos atletas y protectores de viajeros y marinos. Los alquimistas lo tenían por patrono y se reunían en las catedrales bajo su imagen para hablar de las cosas de su oficio. Se dice que lo relacionaban con la unión del mercurio y el azufre para lograr el rubí místico o Huevo de los Filósofos, según las instrucciones del Mutus Liber o libro sin palabras. 

La figura de Cristóforo en el arte cristiano oriental recuerda a Anubis, el Caronte egipcio de cabeza de chacal, que ayuda a las almas en las peripecias de su viaje acuático por el Nilo subterráneo, y hay exégetas impertinentes que aluden sin venir a cuento a la figura de Jasón cargando sobre sus hombros, para cruzar un río crecido, a una viejecilla que pesaba como un armario ropero y que resultó ser la diosa Hera. 

Pero sin un poco de antropología no hay quien entienda estos embrollos, enmarañadas y maravillosas cuestiones. Réprobus procedía de la tierra de los cananeos (canes, perros), de una gente gigantesca de cabeza perruna, ladradora y antropófaga. Los geógrafos antiguos y medievales recogían su existencia a partir de los relatos de viajeros que creían haber visto u oído hablar de diversos pueblos cinocéfalos, y los situaba en Oriente; pero, por si acaso, dudaban de su humanidad. San Agustín (De Civite Dei XVI, 8) dice que descendían de Adán, si es que eran humanos, pero no estaba seguro de que lo fueran. Marco Polo y Jean de Mandeville ubican a los cinocéfalos, como a otras anomalías, en islas de la India. El estupendo ejemplar de cinocéfalo que admiramos en el Libro de los monstruos de Ulysse Aldrovandi de la Biblioteca Nacional, vestido con un jubón de pieles, deriva de la enciclopedia incunable Crónicas de Núremberg de 1492, uno de los libros más bellos del mundo, en el que aparece vestido de la misma guisa. De todo ello deducimos que los cristianos veneraron como santo a un monstruo gigantesco con cabeza de perro, lo que viene a reafirmarnos en que la fe no solo mueve montañas, sino que sitúa en ellas a maravillosas criaturas. 


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