Casas vacías

Lo inquietante

 

Siempre soñaba con casas vacías.

Casas deshabitadas, destartaladas, en las que hacía frío.

Casas en las que parecía que acabara de salir un fantasma.

Casas en las que podía haber ocurrido cualquier cosa, una violación, un rapto, un pacto diabólico, un abandono, un asesinato, un aborto clandestino, el último pico de un yonqui.

Eran casas en las que no olía a nada, en las que el aire no se movía, en las que la última esperanza era salir de ellas.

Suni se despertaba acongojada y era capaz de recordar detalles nimios de aquellos escenarios tales como una olla puesta al fuego apagado, una mancha de moho que se expandía por la cornisa, una mosca muerta en un plato de postre, dos gotitas de sangre en la taza del váter, unas tijeras abiertas en la mesita de noche, una copa de vino tinto avinagrado, los pies de un cadáver que asomaban bajo la cama.

En esas casas no había vida, en esas casas no podía pasar nada bueno.

Suni no compartía sus sueños con Ernesto, ni con sus amigas, ni con su terapeuta.

Porque le daba miedo. Le daba miedo porque esos mismos detalles que era capaz de recordar los encontraba luego en su vida cotidiana. Las dos gotitas de sangre en la taza del váter de su trabajo, las tijeras abiertas en la cómoda de la casa de su vecina, la mosca muerta en el plato en la cafetería de debajo de su casa. Y así todo el rato. Y así siempre.

Suni no se atrevía a mirar demasiado a su alrededor. Prefería que los detalles recordados y reencontrados en su vida real pasaran desapercibidos para ella misma y vivía con el corazón a medias entre asustado y temeroso. No quería verlos. Cerraba los ojos para no encontrar nunca jamás en ningún sitio los pies del cadáver asomando por debajo de ninguna cama.

A veces se encontraba con gente conocida por la calle que no veía porque Suni iba siempre caminando con la cabeza agachada. Luego se disculpaba cuando la reconocían, les decía que era miope, que no se había puesto las gafas, que la disculparan que llevaba prisa, que tenía un mal día, que había dormido mal, que iba despistada, con la cabeza en otra parte. Pero nunca les decía que tenía miedo a lo que veía en las casas vacías.

Los pies. Los pies del cadáver.

Al final los vio. Pero no asomando por debajo de la cama.

No eran dos sino uno, tumefacto, violáceo, sucio, un pie de cadáver al fin y al cabo, tal como se debe esperar que aparezca el pie de un cadáver. En esa misma manera. Asomando de la tela de una funda de colchón, enrollado en medio de la calle  a los pies de un contenedor de basura.

 


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