Cuando pasaba por allí con el autobús de línea siempre las veía. Estaban allí. Comiendo, moviendo el rabo, con el trasero sucio, y casi podía oírlas mugir. Le daban pena.
Guillermina las veía cada sábado por la mañana al pasar por San Juan en su trayecto al mercado ambulante que ponían los sábados en Vegadeo. Solía ir a pasar la mañana entre los lugareños y compraba tomates, mantequilla hecha en granja, un par de hogazas de pan… Luego, antes de salir de vuelta a casa se tomaba una sidra en La Alameda y volvía tan contenta.
Sin embargo, desde que un buen día se fijó en las vacas, su felicidad se esfumó rápido. Antes no estaban allí. En esa casa no vivía nadie hacía tiempo y era por eso que Guillermina se extrañó tanto de ver aquellas cinco vacas.
Semana tras semana estaban allí cuando ella pasaba y, como pudo observar, la casa que había sido de un matrimonio ya fallecido, llevaba años cerrada y todos los vecinos de los alrededores habían sido testigos de cómo el tiempo y el paso de las borrascas se cebaban en la casa y mermaban cada vez más el esplendor discreto que había tenido durante los años en que José Manuel y Virginia habían sido sus propietarios.
«No. Estoy segura de que ahí no hay nadie», le dijo Maluli a Guillermina cuando le preguntó. Maluli era una vecina de los aledaños y como vendía huevos en su casa sabía casi todo lo que se cocía por el lugar. Si Maluli no había escuchado nada acerca de quién o quiénes podían ser sus actuales propietarios, es que no los había.
Pero las vacas, las cinco vacas, seguían allí semana tras semana.
«Pero, ¿es que tú no las ves cuando pasas al Fuensanta con el tractor?», interrogó a su primo días más tarde. «No, nunca he visto movimiento por allí».
Increíble, se decía Guillermina. Porque las vacas están allí ¿cómo puede ser que nadie sepa nada de ellas?
Hasta cruzaba los dedos cuando se iba acercando el autobús a la propiedad. Prefería que ya no estuvieran, para poder olvidarse del asunto. Pero allí seguían, y le parecía que cada vez estaban más delgadas e incluso que la miraban: las vacas, con sus movimientos enlentecidos, la seguían con la mirada hasta que las perdía totalmente de vista.
Un sábado en ese trayecto hacía el mercadillo semanal, cuando ya no cruzaba los dedos deseando que no estuvieran, simplemente aceptaba que eso no servía para nada, las cinco vacas seguían allí. Las vio como un puntito pequeño, lejano, mientras el autobús se acercaba, y entonces le tocó el brazo al señor que tenía sentado al lado.
—Oiga, señor, por favor, dígame si ve usted a esas vacas —dijo, mientras señalaba aquel puntito que se iba agrandando.
—¿Qué vacas?
—Ahora, ahora cuando nos acerquemos las verá. Mire usted allí.
—Señorita, no veo nada…
En ese momento el bus frenó en seco causando un gran revuelo entre todos los pasajeros que se golpearon, se asustaron y Guillermina se dio un golpe en la frente con el asiento de delante.
El conductor bajó apresurado del vehículo con las manos en la cabeza y Guillermina salió detrás de él para averiguar qué había pasado y entonces vio al animal sangrando tendido en la calzada: habían atropellado a una vaca.