El primer día que dejé de ponerme reloj de pulsera tenía cuarenta y cinco años y llevaba cuarenta usándolo a diario. No me lo quitaba ni para ir a la piscina, pues tenía varios y, entre ellos, uno acuático. Así podía tener la hora controlada en todo momento.
El primer reloj que tuve me lo pintó mi padre, con bolígrafo negro en la muñeca, en mi quinto cumpleaños. Me preguntó qué quería de regalo y yo, muy tiernamente, le dije que quería un reloj como el suyo. El llevaba un Rolex y debió asustarse.
Inmediatamente, con mucha delicadeza, cogió mi muñequita y me lo pintó, muy bien, por cierto. Me lo dejó en las cuatro de la tarde y, desde entonces, esa ha sido mi hora preferida.
En casa se toma el té, el café, la merienda, el chocolate, y se recibe a las cuatro de la tarde, en punto.
Estuve unos días evitando mojarme la muñeca para que el relojito me durara para siempre, hasta que mi madre se cansó, me metió de cabeza en la bañera y la espuma y el agua se lo llevaron.
Luego, seguí recibiendo relojes y toda mi familia lo anotó bien, porque se convirtió en el regalo preferido de mis tías, todas muy impuntuales, por cierto.
Los guardo todos, todos, aunque alguno ya no funciona, y otros están hechos trizas, pero nunca tiraría un reloj como homenaje al tiempo que me ha acompañado.
Tengo recuerdos y momentos asociados a todos ellos.
Hace poco que cumplí cuarenta y cinco y hace poco, por lo tanto, que dejé de ponerme reloj. Por lo que has leído hasta ahora ya sabrás que no fue un despiste. Es imposible que una persona como yo, que ha vivido pegada a los relojes de pulsera, que los ha mirado cada minuto para ver si el tiempo corría o no, se olvide de ponerse uno antes de salir de casa.
Pues sí, no fue deliberado.
Dejé de hacerlo el mismo día que falleció mi papá, porque el tiempo se ha parado. Ya no me importa si las agujas corren o no. Ya no disfruto viendo cómo avanza el segundero. Ya no me parece importante llegar a los sitios a tiempo, sino llegar.
Porque ayer, a las cuatro de la tarde, el día que murió papá, la primera persona que me regaló un reloj al pintarlo en mi muñeca, el tiempo se detuvo, se hizo líquido, asfixiante, opresivo y por algún instante yo ya no quise estar aquí sino con él en algún lugar y pedirle de nuevo que me pintara un reloj de pulsera.
Tengo su Rolex, pero añoro el reloj que él pintó en mi muñeca, ese es realmente el reloj que llevo en mi corazón.