Cada personaje se desplaza por un trazado que teje o que el destino le depara. Candela no pudo zafarse de ese que atrapa a todos los humanos.
Ese trazado siempre, o casi siempre, se reparte en tramos. El de Candela también.
Candela, que así se llama, a veces responde por Cande, pero le gusta más Dela, como algunos la llaman. No todos gozan de ese privilegio.
El pecado
Candela se ha enamorado a primera vista de un joven vestido de soldado, en la plaza Cataluña de una ciudad española. Final de los cuarenta o principios de los cincuenta.
Salen y en La Luna no se atreven a entrar, pero pasean por la Rambla y se toman algo en el Zúrich o en el Café de la Ópera.
Se besan entre callejuelas o acuden a la terminal del puerto. Se esconden; allí nadie los ve.
Candela lo presenta a su familia y en menos de nada muere su padre y ella se percata de que está en cinta.
Condenada a casarse, a vivir con la suegra y la cuñada, a parir una criatura que nunca fue deseada… Acaba mal. Se va o la echan. Cuatro chavos en el bolsillo y ale.
Argelia
Nadie sabe cómo, pero Candela consigue alejarse y tapar su pecado. Alguien le facilita ir a Argelia, situarse en Orán y mantenerse trabajando en un cabaret. ¿Quién le proporciona el pasaporte? ¿Es legal? ¿Quizá la señora Pombo, la de la plaza Molina? La madame. Con clase, eso sí.
Candela guapa, joven, buena bailarina, tiene éxito; de todos modos, por lo pronto, le exigen el alterne, aunque a ella no le importa. Llena la escena, caen los aplausos y “caballeros” bien situados se la disputan.
Salidas en coche, restaurantes y trato preferente.
Pero ella se enamora de nuevo. A pesar de sus relativos ancestros franceses la vida en Orán de una casada que se dedica a exhibirse en el cabaret no está bien vista. Y por supuesto no es fácil.
La preña el aviador del que se ha enamorado. No se lo dice y regresa a España.
La recluyen y la obligan a parir para después dejarla sin crío. En la maternidad tienen una sala para ellas. Gestan, paren y las echan. Ya van dos. No los quiere, pero se deja preñar. O a este último quizá sí. Y entonces se duele de la injusticia.
Vuelve a Orán. Un “benefactor” la recoloca en un cabaret. Todavía es joven. Entre mambos, samba y tangos anda el juego, en la pista de baile o en el escenario, con pareja o sin ella, llena el entarimado, como siempre.
Se divierte, bebe, sabe muy bien que quien fue su familia nunca más la aceptará, ni los unos ni los otros. Además, su padre ya no la puede defender.
Los años pasan, y no en balde.
El declive
Vuelve a Barcelona. Se coloca gracias a una amiga en el “Barcelona de noche”. Se enamora de un ferroviario, obrero con ansias de clase media. Se montan comidas en la Ciudad Satélite donde él tiene un pisito. Hacen vida de matrimonio. Le propone casarse y dejar de trabajar. ¡Ah, cómo va a aceptar eso! Encerrarse en una casa y fregar, planchar y estar disponible para uno sólo.
Ella nunca dejará el cabaret.
Ha conocido a travestis, verdaderas mujeres con voz masculina, delicadas y hasta excesivas en el maquillaje. Mariquitas deliciosos a quienes no se les nota en absoluto el género, o no se dice así.
Vive en una pensión de la plaza Real. La regenta un matrimonio que quiere ahorrar para comprarse un pisito en La Florida. Manolo y Anita. Trabajan los 365 días del año. Candela también. Ella de noche, ellos de día.
No le faltan moscones y hasta alguno que le propone ponerle un piso. No, no se va a dejar atrapar de nuevo… Sería peor que casarse.
Sus muslos y sus piernas se van ajando. De cara, maquillada y de peluquería casi diaria, bien, pero en los años setenta los cabarets sufren también un declive y tiene que mudarse de cabaret a bar de alterne en la Barcelona oscura. Una tal Trini le ofrece trabajo, Candela sabe manejárselas muy bien.
El bar, en plena calle Escudillers, se mantiene activo. Hombres solos acuden para acariciar y hablar con una mujer e invitarla a una copa. Ella sabe qué puede exigirles y qué no. A veces cuando está harta ya de beber, y si tiene confianza con el que está en ese momento, le dice: No alcohol no. Llevo mucho esta noche. Y el “caballero” admite agua por vodka o Coca-Cola por whisky.
De todos modos, Candela es experta con el aceite y el vómito, así que no hay problema.
Hoy uno la espera a que termine la jornada y pasean Rambla abajo. Ella se promete que no, que esta vez no se volverá a enamorar.
La muerte
Y no, no se enamora. Pero se casa con él.
Sabe que el tiempo se acaba. Y aquí, paradójicamente, empieza su vida. Su otra vida. La de la muerte. Familia, la de él, la de ella…
Ahora sí, todos: ¡Ay Candela, qué suerte has tenido! No se acuerdan; Candela los mira a los ojos y sabe, sabe bien que la sinceridad brilla por su ausencia.
Él la trata como a una princesa. Todo tiene un precio y en su ahogo, ella lo pagará con creces. Aunque no lo ame se verá obligada a parecerlo, a enseñarle el disfrute que él ignora. A velarle, para que no coja celos; a omitir periodos de su vida que todavía la torturan y que, sin remedio lo harán hasta la muerte, la verdadera muerte, no ésta en la que se hunde cada día que pasa.
Candela se remueve en el sillón y canta: «Porque no engraso los ejes me llaman abandonao… si a mí me gusta que suenen, pa qué los quiero engrasaos, si a mí me gusta que suenen, pa qué los quiero engrasaos…».
Y es que todo, absolutamente todo, tiene precio. Casi establecido.