Las cajas siempre van asociadas a cambiarse de casa.
Al principio, cuando los enseres de uno son escasos –y todavía se es joven–, son pocas.
Luego, vas acumulando libros, regalos y cosas; y, progresivamente, aumenta el número de cajas. Las mudanzas comienzan a ser algo complicado. Se hace preciso contratar los servicios de alguna agencia de transportes para evitar un sobreesfuerzo que pueda llegar a lesionarte. En el último traslado de vivienda que hice recientemente, llegué a contabilizar un centenar de cajas.
La mayoría eran de libros.
Muchas veces pienso que para qué tantos si posiblemente no vuelva a leer ninguno de los que cambian de lugar y de estantería; pero es difícil que uno acepte desprenderse de algo que forma parte de la propia vida.
Luego están los enseres personales, los pequeños objetos: ese despertador que no usas porque ya no madrugas, esas gafas de sol que no te pones porque siempre están en el cajón, ese abanico que nadie utiliza… Te pasas media vida trasladando de sitio cosas que nunca volverás a usar ni ver: fotos antiguas, folletos de viajes, guías turísticas, carpetas llenas de papeles, manuales de instrucciones, cuadernos, revistas, libros y más libros…
Parece una condena arrastrar tras de ti montañas de cachivaches embutidos entre paredes de cartón.
En todo caso, tengo algo seguro: para la última mudanza, todo esto me sobra. Todo lo importante cabrá en una sola caja.