C de Calle

Alfabeto anal

 

     

 

Paracaidistas de plástico varados en cables de alta tensión.

 

Pequeño ramillete menguante de recuerdos callejeros a precio de saldo. 

Aquella primera vez que la pisamos, ya con la bípeda capacidad de calzar al olvido con bambas de mercadillo. Un esférico de cuero recosido reventando la escuadra de una persiana metálica, no hay moviola capaz de reproducir aquel histórico estruendo. Si mirabas a otra parte ya te lo contarían más tarde: atrás quedaron los cromos y los gnomos. 

Mamá se une al coro vecinal de las que claman a sus retoños desde la atalaya del balcón, te llama como no te gusta que te nombren para no tener que repetirlo de nuevo; límpiate la mugre que te cubre: el ritual de la mesa, fauces hambrientas triturando aquel extraño porvenir que aún no cesa. 

Aquel lejano día, en el bar, estrellando tres puntas del primer quinto helado contra la garganta sedienta, tu padre al lado, mediana mediante jaleando al debutante; y la máquina del millón escupiendo tu última bola de extrarradio: “si no quieres estudiar, tendrás que laborarte un futuro”, sentencia envuelta en naftalina. 

La primera chica del juego del amor se llamaba Margarita, como la de aquella estúpida canción, el destino la deshojó… y te dijo que no. Conciliábulo de amigos, el miedo a la sábana blanca de los fantasmas infantiles tornó en el cuero negro de la adolescencia, rap existencialista danzando entre cadenas negras de acero y émbolos de segunda mano: sobrevive que no es poco, hermano. 

¡Cállese ya, hombrecito! o calle para siempre. 

 


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