La muerte tenía un precio, en toda una vida no te alcanzó para pagarlo.
Naces. No lo recuerdas, pero cuando saliste de tu escondrijo lo primero que hicieron fue colgarte boca abajo como a un conejo antes de desnucarlo. El tipo de la bata blanca que te columpiaba de los pies te arreó un par de cachetes en el culete para que abrieras los ojos y así arrancarte las primeras lágrimas existenciales, te enrabiaste con esa luz que siempre quema, la del doloroso despertar. Bienvenido al mundo, pequeñín, susurró tu madre al acunarte entre sus brazos por primera vez.
Creces. Empiezas a coleccionar recuerdos e instantes, sucesos a tu alrededor que irán conformando tu futura personalidad. Como la hiedra se agarra a los muros, vas escalando años. Cuando consideran que ya eres lo suficientemente mayor te dan una serie de carnets que te permitirán entrar en el mundo de los adultos. Acabarás memorizando números de identidad, junto a otras combinaciones aleatorias de cifras, que te acompañarán el resto de tu carrera vital: teléfonos, el pin de las tarjetas bancarias, la matrícula de tu coche, cifras globales de seguidores de postal en las redes sociales, etc. Empiezan a disgustarte las matemáticas. Cada año que transcurre te hace más fuerte, pronto empezarás a escalar por la vida saltando de peldaño… en trienio.
Te reproduces. En la cuarentena de tus cincuenta años, alcanzas la cima del Tourmalet existencial. Hace tiempo que, en plenitud de condiciones físicas y psíquicas, superaste el escollo de ser progenitor. Tus padres lo hicieron bien, pero pensaste que tú lo harías mejor, volviste a equivocarte. Alguien te alcanza un periódico de papel y lo introduces en tu pecho, entre la piel desnuda y los ropajes de ocasión. Empiezas a descender hacia el vértigo de lo desconocido. Curvas cerradas, recodos abiertos, al fondo el precipicio, piedrecitas en el camino capaces de descabalgarte en cualquier momento. El objetivo es un final que aún no alcanzas a atisbar en la distancia. Tus hijos esperan en la línea de meta, expectantes, tus nietos también.
Mueres. Tu edad de defunción no será centenaria. Dos cifras te bastan, empieza por un ocho de infinito y acaba en el reintegro de un cero que te devuelve al espacio vacío, pongamos ochenta. Ya te sobran los motivos para desmotivarte, ha llegado el día. Empiezas a olvidar cosas acontecidas que en el fondo no tuvieron demasiada importancia, retienes e incluyes en la maleta del último viaje todos aquellos momentos que valieron la pena. Sucederá esa misma noche, durmiendo en tu lecho de leche sedosa junto a tu compañera de andanzas mundanas, qué suerte la vuestra. Otoño interior, mejor si también llueve en el exterior, esas son las únicas lágrimas que quieres en tu despedida. Un velatorio sencillo, sin rituales edulcorantes ni otros productos añadidos, cenizas a la mar. Llevas el epitafio tatuado en el alma: como el vino con el que se emborrachó de vida, como ese vino se fue. Preparado para cerrar el ciclo de vital, es hora de partir.