Mis primeros 26 años de vida me dieron una educación privada en un colegio de monjas. Una licenciatura en Granada. Un postgrado en Benarés, becada por la Universidad de Colonia. Un doctorado iniciado en 28 países. Mucho Interrail. Trabajo como camarera en una bodega de pueblo. Estómago para limpiar las inmundicias de 400 pijos en una colonia infantil. Desvergüenza para administrar el papeleo (y los desfalcos) de una empresa de movimiento de tierras. Maña para cuidar nutrias en una piscifactoría en Graz. Paciencia para catalogar la biblioteca de una casa okupa en Zürich y fuerzas para recoger patatas desde las 6 de la mañana en una granja ecológica en algún lugar de la antigua Alemania del Este.
¿Suficiente para una vida? Probablemente sí. Pero seguía viva y se me ocurrió inventarme raíces a la inversa. Soy una niña robada. Solo podía arraigar hacia adelante. Tuve una hija. Sola. Un pacto entre amigos. Tú pones el espermatozoide y yo me lo trago todo. Funcionó. 27 años de un vivir intenso. Un vivir que ha rellenado de anécdotas libretas, cartones y servilletas por este vicio mío de traducir a novela rusa todo lo que he vivido. A los 32 se me paró el reloj. Me quedé sin palabras. Me arrastró la vida insulsa y apareció el sufrimiento. Pero seguía viva y se me ocurrió…
PD: ¿Cuales serían nuestras ocurrencias si tuviéramos el poder de otear, por un agujerito, las confabulaciones del destino?