En mi juventud escribí mi Tesis de Licenciatura en Historia del Arte sobre el ángel en el Antiguo Testamento. La causa fue un capricho que me asaltó mientras caminaba sola por una ciudad inmensa que no era la mía, entregada a pensamientos vanos. Al ver mi imagen reflejada en un gran espejo de una tienda de muebles antiguos, velado y empañado por el cristal de la puerta y las sombras que iban y venían por su interior, me dije: “Ángel”, sin saber por qué. En el azogue yo era una figura reconocible a mis ojos por mi corta melena de jovencita, ondulada y partida en dos crenchas por una raya en medio. La mera idea de escribir sobre los ángeles me exaltó y me pregunté por dónde empezar. “Por la Biblia, me dije, por el ángel primigenio”, sin saber si tal cosa existía, que luego resultó que no.
A mi tutor, cuando se lo dije, le pareció raro que su discípula atea y comunista —como se decía entonces—, se inclinara por aquel tema de apariencia santurrona: “Iconografía del ángel veterotestamentario”, rezaba en mi impreso de admisión de la tesina, que debía pasar por el consejo del departamento y alcanzar su visto bueno. “¿Estás segura?”, me preguntó mirándome con sus ojos de búho. Lo estaba. “Pues adelante —dijo—. A ver qué sale”, como si algo debiera salir de una chistera de mago.
Así fue como entré en contacto con aquellos seres imaginarios, cuya inexistencia no era óbice para mi fascinación. Resultaron ser mensajeros de apariencia humana, recaderos de otro mundo o del malvado dios Yahveh, que protegía a su pueblo favorito destruyendo a los otros. También eran ángeles los querubines o karibu o kurabu en lengua acadia —nada que ver con los pintados por Rafael ni con los niños guapitos: “mi nieto es un querubín” —, es decir, los enormes toros alados con mitra y barbuda cara humana, que guardaban las puertas de los palacios asirios. Quizá los has visto en el Louvre, en Londres o en Berlín. No hace mucho algunos de ellos fueron destruidos en Mosul y otras partes de Irak y Siria por los fundamentalistas islámicos, que los consideraron —con razón— paganos. Los hicieron saltar por los aires con explosivos, los reventaron con cuñas o los trocearon con sierras. ¡Santo cielo!
Retomé este tema años después con una alumna mía iraní, llamada Nadja Raschid, que hacía su tesis doctoral sobre escultura mesopotámica. Era muy cabezona y sudé lo mío dirigiéndola, pero obtuvo un sobresaliente cum laude como un templo de Nimrud. No debió hacerle ninguna gracia a Alá que una musulmana se entregara a semejantes desempeños. Esa es la actitud: contra el patriarcado, doctorando. Sobre todo, si has nacido en la tierra natal del vampiro Nandor el Implacable, de la serie Lo que hacemos en las sombras.
Hace unos años estuve mal de lo que llamamos genéricamente “la cabeza”. Durante las crisis de agitación, surfeaba con terror por las olas de esmeralda y rubí de los Infiernos. Entonces, además de seguir al pie de la letra el tratamiento que me puso mi psiquiatra el doctor Pinel, construí por consejo de una compañera de yoga muy espiritual, mi propia angelología, que resultó mejor que la de los rabinos y sus plagiarios cristianos. He aquí cómo es su Butsudán o altar interior.
En el centro se sienta Metatrón, el potente arcángel jefe de las huestes luciferinas, en trono de cuarzo azul como hielo de glaciar. Con su bastón remueve desde allí las aguas de la piscina salvífica del santuario de Jerimadet. Está flanqueado por dos ángeles paredros: Agobio y Alivio.Agobio, a la izquierda, viste una túnica de seda roja como las amapolas. Tiene alas de buitre, ojos de obsidiana, aura anaranjada que huele a estiércol de caballo y a sangre, y lanza de rutenio, un metal negro más precioso que el oro. Alivio, a la derecha, viste de color malva, huele a frescas lilas de primavera, tiene alas de cisne, ojos del color del cielo despejado, aura de ópalo lechoso y jabalina de luciente paladio más blanco que la plata.
He aprendido que Agobio te lleva al borde de la muerte con sufrimientos extremos. Luego, si Lucifer y Metatrón lo quieren, puede que caigas en el regazo de Alivio, donde respirarás la felicidad de la ausencia de dolor. No hay otra igual. Pero no te demores mucho porque un largo rato solazándote con Alivio puede desembocar en la muerte de dulzura. Por el contrario, con Agobio sentirás bullir la vida, aunque te queme y te duela. Finalmente diré que, desde que me hice luciferina, todo va sobre ruedas. El Resplandeciente Lucero del Alba y su amada Shekina, la arcángela que desertó de la corte de Yavé, me ilustran y traen calma de vida y no de muerte a mi corazón ávido de prodigios.