Mi abuela había dejado por escrito que, una vez muerta, su cuerpo debía ser incinerado y sus cenizas, esparcidas en una playa de la isla de Ibiza. Os pido disculpas por no deciros el nombre de la playa. Pero si lo mantengo en secreto, no es para hacerme el interesante, sino porque hay algunos bañistas que son muy tiquismiquis y no quisiera arruinarle el negocio al tío del chiringuito ni al que alquila las tumbonas. Así que olvidémonos de la playa y volvamos a mi abuela. Más exactamente, al día de su muerte, en el que sus restos fueron trasladados del hospital al tanatorio. Del tanatorio, al crematorio. Y del crematorio, a una agencia de viajes.
—Buenos días, señorita —dijo mi abuelo saludando a la dependienta—. Para Ibiza. Y cuanto antes, por favor.
La dependienta puso unos ojos como platos. Aunque mi abuelo, a su edad, sigue siendo un hombre bastante impresionante, la cara de susto de la dependienta se debía, sobre todo, al resto de la familia, que nos habíamos colocado, en semicírculo y vestidos de luto riguroso, tras el abuelo, que era el único que había tomado asiento.
—¿Para cuántas personas? —preguntó la dependienta ante semejante multitud.
—Yo y la señora —dijo el abuelo levantando la urna de la abuela como un trofeo.
—No vayas de ricachón, papá, y factúrala! —estalló mi tío Juan, al que todavía le escocía la hostia de los servicios funerarios (ocho mil euros en total, servicios de gama media-baja).
—¡¿Como una maleta?! —se indignó el abuelo—. ¡Desagradecido! ¡Cría cuervos…!
—¡Baje el bastón, por favor! —intervino la dependienta—. No es necesario que facture la urna ni que le compre un pasaje. Puede llevarla de equipaje de mano en la cabina.
—¿Sin pagar? —preguntó mi abuelo gratamente sorprendido—. ¡Ah, pues muy bien!
—¿Alguien más viajará con usted? Perdón, con ustedes… —se corrigió la dependienta, inclinando la cabeza hacia la urna para disculparse—. Tenemos una promoción para este fin de semana que incluye los vuelos, la estancia en un hotel de dos estrellas a media pensión y una visita guiada a una tienda de artesanía…
Mis padres, mis tíos y mis primos se pusieron a silbar, como si la cosa no fuera con ellos. Al ver que nadie decía nada, me ofrecí voluntario.
—¡¿Y tus estudios?! —gritó mi madre, escandalizada.
—Deja que vaya —dijo mi padre—, que solo es un fin de semana…
—¡Ya empezamos con las excepciones! ¡Con lo que le costó sacarse la selectividad…!
—¡Pero si en casa tampoco dará un palo al agua…!
—¡¿Y tú qué sabes?!
Mis padres tienen un talento natural para pelearse. Por un lado, ambos son de mecha corta. Y, por el otro, a los dos les hubiera gustado casarse con alguien un poco más dócil que les dejara decir la última palabra. Así que, cada vez que empiezan a discutir, entran en bucle reprochándose cosas del estilo: “¡que no me levantes la voz!”, “¡que yo no te la he levantado!”, “¡que te digo yo que sí!”, “¡que yo no grito, lo que pasa es que hablo alto!”, hasta que, después de un par de bofetadas, acaban besándose apasionadamente, por lo que los demás, que ya sabemos que la sangre no llegará al río, preferimos ignorarlos hasta que regresan del baño o del coche luciendo una sonrisa estúpida de oreja a oreja.
Mi tío Juan, el mismo que había propuesto facturar a la abuela, se ofreció a pagarme el viaje. Supongo que lo hizo para lavar su imagen ante la dependienta, que era muy mona. Hechas las reservas, informamos a mis padres, que, al enterarse de que las reservas no tenían derecho a reembolso en caso de cancelación, estuvieron de acuerdo en que sería una pena desperdiciar los billetes, la estancia en el hotel de dos estrellas a media pensión y la visita guiada a la tienda de artesanía.
Estaba decidido, me iba a Ibiza con el abuelo (y la abuela, ¡perdón, yaya!).
Al encontrarme con mi abuelo en la terminal del aeropuerto, me di cuenta de que, por muchos años que llevara viviendo en la ciudad, su espíritu no se había movido de su pueblo. Seguía calzando alpargatas, vistiendo pantalones claros y camisas oscuras de manga corta, y oliendo ligeramente a borrego.
—¿Y tu equipaje, yayo?
—No lo necesito.
—¿Y el bañador?
—El mar es para los peces.
—¿Y el pijama?
—Duermo en pelotas.
—¿Y si hace calor?
—Me quitaré la chaqueta.
—¿Y si hace frío?
—Entonces me la pondré.
Me sentía un poco ridículo, pues yo había traído el equipo completo de buceo, el portátil, la cámara de fotos y la misma cantidad de ropa que me habría llevado para dar la vuelta al mundo cruzando desiertos y glaciares.
—¿Y el neceser? —insistí para demostrarle que mi equipaje no era un capricho.
Mi abuelo sacó un peine del bolsillo de su camisa y se peinó hacia atrás los cuatro pelos que tiene en la cabeza.
—Tengo todo lo que necesito para sobrevivir durante un fin de semana.
—¿Y el cepillo de dientes? —le pregunté a la desesperada.
—Supongo que en el hotel podrán dejarme un vaso de agua… —me dijo quitándose la dentadura postiza.
Definitivamente, no había por dónde pillarlo. Cómo se notaba que había vivido la guerra…
El avión era bastante grande. De esos que tienen dos asientos en los laterales y cuatro en el centro, excepto en el primer tramo, donde había los butacones de primera clase. A nosotros nos había tocado en un lateral de la parte de atrás. Mi abuelo en el asiento de la ventanilla. Yo en el del pasillo. Y la urna de la abuela en el suelo, entre las piernas del abuelo.
Al poco de despegar, tres extranjeros secuestraron el avión. El que ejercía de jefe de la banda se encerró en la cabina de mando con los pilotos. Los otros dos, un hombretón y una mujer, se repartieron la custodia de los pasajeros. Nosotros quedamos a cargo de la mujer, que llevaba una coleta trenzada que movía de un lado a otro como un látigo.
—¿Cómo habrán introducido las armas en el avión? —le susurré a mi abuelo.
—Eso es lo de menos. Lo importante es idear un plan para quitárselas.
—No lo dirás en serio…
En lugar de responderme, mi abuelo se agachó y se puso a desenroscar el tapón de goma de su bastón. Luego, levantó la mano para llamar la atención de la secuestradora.
—¿Qué quiegue? —le preguntó ella como lo habría hecho una azafata.
Sus pechos me habían quedado a la altura de los ojos. No sé por qué, pero las chicas malas a las que les cuesta pronunciar las erres me parecen muy sexys.
—Tengo que ir al baño, señorita.
—Hágazelo enzima.
—Ya me gustaría a mí. Pero son aguas mayores…
La secuestradora se volvió para contárselo a gritos al otro secuestrador en una lengua que no supe identificar. Ambos se partieron de risa. Cuando se giró para decirle a mi abuelo que tendría que cagarse en los calzoncillos, se encontró, esperándola, la punta de un bastón de acero inoxidable que, penetrando a través de uno de sus ojos, se hundió más de un palmo dentro de su cráneo.
—¡Cógele la metralleta! —me dijo mi abuelo mientras hacía girar el mango del bastón como una manivela para batirle los sesos.
El otro secuestrador estaba corriendo hacia nosotros a través del pasillo. Lo apunté y apreté el gatillo, pero no salió ni una bala de mi metralleta.
—¡Quítale el seguro, zopenco!
—¿Y dónde está eso, yayo?
Mi abuelo empujó el cuerpo agonizante de la secuestradora en dirección al hombretón, que se puso a berrear como un chiquillo. Supongo que debían de ser novios, pues le arrancó el bastón de la cabeza con mucha delicadeza, aunque ya podría haberlo hecho a lo bruto que el resultado habría sido el mismo. El ojo de la chica quedó clavado en la punta del bastón como una pelota de tenis y, por el boquete, salió su cerebro hecho papilla.
—¡¡¡Te voy a matag!!! —gritó el tío cachas apuntando a mi abuelo con su metralleta.
Mi abuelo reaccionó a la velocidad del rayo. Destapó la urna y le tiró un puñado de las cenizas de la abuela a la cara. El secuestrador cerró los ojos de forma refleja. Mi abuelo lo aprovechó para echársele encima. Los dos forcejearon, tratando de apoderarse de la metralleta. Aunque mi abuelo es un tipo duro, el secuestrador era un hueso aún más duro de roer. De un puntapié, lo tumbó de espaldas y, a continuación, se puso a pegarle unos puñetazos que tañían como campanadas. Yo seguía buscando el dichoso seguro de mi metralleta. Los demás pasajeros, mientras tanto, contemplaban la escena como si estuvieran viendo una película de acción.
La pelea había llegado a ese momento tan peliagudo en que el malo parece que tiene todas las de ganar. El secuestrador había inmovilizado a mi abuelo con las rodillas y estaba estrangulándole con las manos. Mi abuelo, por su parte, hacía unas muecas espantosas. Pensé que lo hacía porque le faltaba el aire. Pero, entonces, escupió la dentadura postiza hacia una de sus manos, metió los dedos por la parte de las encías y, armado de tal guisa, le pegó un bocado al cuello del secuestrador, que se puso a sangrar como un cochino degollado.
Pateé a los dos secuestradores para comprobar que ambos eran fiambres.
—¡Qué locura, yayo! ¡Nos los hemos cargado!
—¿Mos? Mo ha si-bo bra-sias a pi, pre-si-sa-mem-pe…
Vigilando que nadie le viera, frotó la dentadura postiza contra la tela de los pantalones antes de volver a ponérsela para poder explicarme cómo se quitaba el seguro de la metralleta. Lo que yo había creído que era un botón que tenías que pulsar, en realidad era una pestaña que tenías que mover hacia abajo.
—¡Y, ahora —dijo mi abuelo agarrando la otra metralleta—, vamos a por el tercero!
Nos repartimos los pasillos. Mi abuelo avanzaba por el de la izquierda con la metralleta en alto. Yo me tiré al suelo, arrastrándome por el de la derecha.
—¿Qué leches estás haciendo? ¡Levántate! ¡Así no llegaremos a la cabina de los pilotos hasta mañana!
Al incorporarme, vi que uno de los pasajeros de primera clase estaba mirándome con cara de disgusto, como diciéndome: “¡cómo se nota que no has hecho la mili, chaval!”. También me pareció ver, asomándose por la puerta de los pilotos, el cañón de una metralleta.
—¡Al suelo! —gritó mi abuelo.
—¡A ver si te aclaras! ¡¿Me levanto o me tumbo?!
Una ráfaga de balas pasó silbando justo por encima de mi cabeza. El jefe de los secuestradores y yo empezamos a dispararnos por turnos. Una vez le has quitado el seguro, usar una metralleta es un juego de niños. Solo tienes que apretar el gatillo. Acertar es más complicado. El punto de mira se desvía continuamente y te corre tanta adrenalina por las venas que te vuelves un poco loco. Creo que lo llaman furia de combate. Se llame como se llame, entre el jefe de los secuestradores y yo dejamos el sector de la primera clase hecho un colador. Por todas partes volaban las plumas de las almohadas, el relleno de los asientos, el cristal de las copas de champán (primera clase) y los borbotones de sangre azul de los pasajeros (insisto, primera clase). Todo esto, en medio del rugir de las corrientes de aire y los pitidos de las alarmas por la despresurización de la cabina.
Mi abuelo esperó a que ambos hubiéramos vaciado nuestros cargadores. Entonces, incorporándose dolorido porque le había crujido la espalda, le pegó un tiro limpio entre las cejas al jefe de los secuestradores.
—¡Lo hemos logrado, yayo!
—No cantes victoria todavía…
Le dije que no fuera cenizo. Pero, cuando entramos en la cabina de mando, tuve que tragarme mis palabras. Algunos de mis disparos se habían colado por la puerta matando al piloto y al copiloto. El morro del avión estaba apuntando, directamente, hacia el azul del mar.
—¡Mostrenco! —dijo mi abuelo pegándome una colleja—. ¡Anda y vete a preguntar si hay alguien que sepa pilotar un avión!
Entre los pasajeros de clase turista (todos los de primera clase habían sido víctimas colaterales del fuego cruzado), el mejor candidato fue un chico que sabía manejar drones. Mi abuelo le cedió los mandos. El chico enderezó el avión, que seguía vibrando como una locomotora por culpa de los balazos en el fuselaje. Mi abuelo le preguntó si se veía capaz de hacerlo llegar hasta Ibiza y aterrizar. Por la cara que puso nuestro piloto accidental, ambas cosas parecían muy improbables. Ya no digamos las dos juntas.
Mi abuelo se fue a buscar la urna de la abuela. Cuando regresó, me dijo que quería hablar a solas conmigo. Dejamos al chico en la cabina de mando y salimos a la zona de primera clase, donde nadie nos molestaría.
—Este avión no llegará muy lejos —me dijo mi abuelo—. Tenemos que saltar.
—¿Estás de broma?
—He encontrado un paracaídas y un bote hinchable. ¿Estás listo?
—¿Para qué?
—Agárrate a mí.
Abrió una compuerta del avión. Unos cuantos cadáveres fueron succionados hacia el exterior. Mi abuelo esperó a que el avión perdiera un poco más de altura. Entonces, sin previo aviso, saltó al vacío llevándome consigo agarrado a su pecho. Durante unos segundos, que se me hicieron eternos, caímos como una piedra, hasta que, por fin, mi abuelo tiró de la anilla del paracaídas, suspendiéndonos en el aire. Cuando ya faltaba poco para zambullirnos, soltó el bote hinchable, que se desplegó automáticamente y quedó flotando sobre las olas. Nosotros caímos unos metros más allá.
Mientras chapoteábamos para subirnos al bote, oímos el ruido del avión estrellándose a lo lejos. Mi abuelo secó la urna y la dejó en un rincón del bote.
—Ibiza —dijo señalando una isla que se perfilaba en el horizonte.
Se quitó la camisa, la enrolló en una mano y se puso a remar con el torso desnudo.
—Espero que sea tan bonita como dicen… —dije poniéndome yo también a remar.
—Ni idea. Es la primera vez que voy.
—¿En serio? Entonces, ¿por qué quiso la abuela que esparciéramos sus cenizas ahí?
—Porque ella sí que había ido. Cada año celebraba con sus amigas, en Ibiza, un fin de semana sin maridos. Debían de pasárselo fenomenal. Si hubieras visto en qué estado volvía a casa…
Los dos nos miramos, levantamos las cejas y, después de una pausa, empezamos a reírnos como locos. Inmediatamente, nos pusimos a remar con todas nuestras fuerzas. Si las corrientes nos eran favorables, llegaríamos a tiempo para la happy hour.