A Antonio le ríen los ojos cuando mira. Son pequeños, claros, todavía diáfanos y desprenden una luz risueña.
Antonio es un hombre fornido, alto, de pelo cano y postura altiva a la vez que dócil. Se esmera en mostrar una imagen elegante. Viste traje y corbata, aunque no siempre pantalón y americana casen a juego. Gris y azul, marrón y amarillo oscuro…
Se pasea por la rambla y se sienta, a veces, en una silla cerca de la fuente de Canaletas. Paga al cobrador cuando se le acerca y se pasa un buen rato contemplando a las gachís que deambulan arriba y abajo del paseo arbolado. Les mira, sin reparos, las piernas fornidas, esbeltas, macizas, y se enerva. Su cabeza va y viene pensando qué hay debajo de aquellas faldas de tubo que apenas dejan dar un paso. Le encanta mirar las dos mejillas traseras y siente en sus manos la redondez de esas protuberancias. Se enciende.
De todos modos, al mismo tiempo es capaz de jugar a las peluquerías con su ahijada, que le dice: padrino, ¿jugamos a las peluquerías?
Él se deja hacer. Ella le hace trenzas en su pelo cano y untuoso que huele a loción.
La madre de Antonio, la señora Pura, limpia habichuelas para el frugal ágape del mediodía. Es una mujer dulce que se parece en su mirada a su hijo.
Él la tiene en su casa cuando le corresponde. Su mujer no protesta. Pura es una buena mujer.
Dicen las malas lenguas que Antonio se entiende con la hermana de su cuñada. Pero cuesta creerlo. Ella es un cardo borriquero. A él le gustan con carnes.
Todas las tardes, si no va a jugar con su ahijada, se entrega a la contemplación de las gachís en la rambla. Y vuelve a casa para cenar más conformado y tranquilo.
Es un hombre bueno.