Ça y est!

Casi lloré de emoción al ver esa escena en el cine

 

Maurice Pialat sentía –y eso le honra: así debiera ser por norma– un pudor enorme que le hacía evitar dejar en sus películas algo que pudiera ser considerado pornografía sentimental. Por otro lado, tenía también una aversión grande –tomen ejemplo– a las cosas excesivamente bonitas, con un cierto halo de perfección: «Es así como se llega al academicismo. Se hace todo bien, y entonces finalmente no vale nada», decía.

Conviene saber eso para ir a ver siempre sus películas, y además totalmente confiado, ya que, pese a las apariencias, nunca nos va a apuñalar por la espalda a base de un chantaje emocional o una fotografía de estética exquisita.

No lo debía de tener yo tan claro cuando, en su día, dejé de ir a ver su último film estrenado, «Le garçu» (1995). Seguramente me leí alguna frase de esas promocionales tan lamentables (tanto, que si por ellas fuera, nunca iría al cine, para evitar en lo posible estrellarme contra el tópico), o por algún medio llegué a saber que se trataba de una película «con niño», y que correspondía exactamente al periodo vital del realizador en el que, ya bastante mayor, había sido padre por primera vez de un crío, en aquel entonces ya de aproximadamente la edad del de la película: «¡Sensiblona película de amor paterno-filial al canto!», debí de pensar, y no me vieron el pelo.

Por suerte, tras volver a ver todas las maravillas previas de la extraordinaria retrospectiva sobre su obra que organizó la Filmoteca, compensé el error anterior, y vi también «Le garçu», que es otro Pialat de esos que no denigra en absoluto a su filmografía. Es verdad que Gerard Depardieu –que encarna en la película al alter ego de Pialat, al padre– está encariñado a rabiar con su hijo, pero eso no es óbice para que nos traspase venga píldoras edulcoradas, como habría hecho, en cambio, si le hubiera dirigido cualquier otro director.

Y, sin embargo –o quizás por ello, que uno es muy suyo–, en dos o tres momentos de la película me pasó eso de ponerme a un paso de lagrimear, dando pie a este relato. Uno fue con la película ya bien mediada, lo que hace que la pareja contemple ya con un poco de perspectiva y cierta serenidad su relación. Ella le pregunta por los momentos felices de la vida. Él piensa un poco y ofrece una pequeña relación de ellos. Añade uno muy particular: «Tapar por la noche al niño». El segundo tiene más enjundia de esa de la que están repletos los Pialats: va al pueblo a ver a su padre, ya un anciano, en la enésima secuencia de estas características de su filmografía. Enfermo, su padre le escribe en un cuaderno una frase definitiva, llena de la clarividencia de la familia, que te clava en la butaca, pensando en lo profundo del tema: «Ça y est!» (¡Ya está!). Y, efectivamente, poco después se muere. El protagonista va entonces al bar de la vecindad. Su cara no expresa ningún sentimiento especial, pero la señora del bar le señala, más emocionada que él, diciéndole: «Ha sido usted un buen hijo». Ese fue el tercero.