Una historia inmortal

Los lunes, día del espectador

Jeanne Moreau, en un fotograma de Una historia inmortal, de Orson Welles (1968).

Hice parte de la mili en Madrid, en la Academia de Artillería, en Fuencarral, entonces un pueblo que pateamos a la hora de paseo las tardes de los días laborables, en pos del cine de programa doble en el que podíamos llegar a ver el final de una película, los trailers de las que iban a hacer la semana siguiente y el principio de la segunda. No daba para más.

También, pero ya no se veía mucho y apenas había movimiento, las noches de domingo para ir a cenar de forma rápida y fuertemente melancólica a una casa de comidas, muy popular, sencilla pero decente, con un camarero —León, se llamaba: gran amistad y un favor que me hizo que aún le agradezco— vestido ortodoxo de camarero, aunque el blanco de su camisa y el negro de sus pantalones ya hubieran sufrido muchos lavados a la piedra. Era justo —de ahí la melancolía— antes de regresar corriendo al cuartel, pues de un momento a otro, consumido ya todo el pase de pernocta, sonaría el toque de retreta.

Y es que, si no te caía un puro —y había algún oficial o jefe concreto que lo buscaba con ahínco en cabellos, lustre de las botas y hasta botones de la guerrera—, los sábados por la mañana, tras formar en la plaza de armas, oír alguna que otra arenga y pasar revista (la hora de los sádicos, pues era el momento en que podían evidenciar su poder), podíamos irnos de fin de semana, para regresar a dormir en el cuartel la noche del domingo.

Había quien aprovechaba ese más que escueto fin de semana para volver a casa, aprovechando el entonces inaugurado puente aéreo, pero lo más común era campar, generalmente en grupo, por Madrid.

Unos cuantos amigos fueron a caer en esas pensiones decimonónicas que atesoraba aún entonces Madrid. Escaleras con cantos de madera, lóbregas habitaciones tras ancho pasillo con tronado lavabo de manos y cama de las que se hundían al peso irremisiblemente, emitiendo algún que otro quejido.

Yo, en cambio, tuve la suerte y el privilegio de ir a caer en una casa de un conocido de mi padre, gozando de un sitio privado, con llave y libertad de movimientos, así como todo el confort del mundo, entre lo que no era lo menor un lavabo con ducha que sabía a gloria.

Se trataba de un matrimonio al que veía entonces bastante mayor, pero que debían ser bastante más jóvenes que yo ahora. Todo lo que tenía él de bravucón lo tenía ella de delicada y encantadora. Él parecía interesado en la cosa marcial y ella, en cambio, en todo lo que se alejaba de eso y se acercaba al mundo del arte y de los libros. Conocía a directores y gente de cine de valía —me viene ahora a la cabeza, por ejemplo, el nombre de Manolo Revuelta, que yo conocía de oídas, pero sabía muy alejado de la línea oficial— y ella misma procedía de una familia muy introducida en el mundo cultural madrileño. Su padre (¿era el mismo Emilio Carrere o sólo un amigo suyo?) llevaba en la casa familiar una tertulia a la que acudían muchos de ese mundillo, y ella recordaba que, de niña, había estado muchas veces en las rodillas de Valle Inclán. Un recuerdo no muy placentero, porque decía que su barba, que no estaba nada limpia, le molestaba lo suyo.

Me sabe mal no haber estado más ratos con ella y haber dejado por completo el contacto una vez regresé a Barcelona, acabado ese periodo de la mili. Porque en realidad la vi bien poco: tan pronto como lograba salir del cuartel iba a su casa sólo para cambiar el uniforme por ropa de civil… que dejaba ver claramente, por la longitud de mis cabellos, que ahí dentro iba en realidad lo que se llamaba un bulto, y no regresaba a la casa hasta bien entrada la madrugada del domingo.

Sólo algún domingo, durante el, para mí, opíparo desayuno que me preparaba, pude entablar alguna conversación con ella, en espera de la hora de reunión que tenía fijada con mis amigos: a las 12h en el Museo del Prado, que por entonces era gratuito y no muy visitado.

Un domingo por la mañana, sin embargo, quise dedicarlo —nobleza obliga— a cubrir la invitación del marido, que me llevó a ver —sería mi primera vez— Aranjuez y Chinchón. Pas mal! Recuerdo que no lo pasé nada bien en el coche, porque conducía horriblemente, con brusquedades y a toda velocidad, pero debo agradecerle el detalle, que propició, además, el encuentro que lleva al título de este escrito que se me ha ido por las ramas.

Fue, claro, en Chinchón. Llegamos ya a última hora de la mañana, en el momento del aperitivo. Me llevó a una tasca de la famosa plaza, donde probé, poniendo forzadas caras de resistencia para evitar su regocijo burlón, el anís de 74 grados.

Fue después, creo, cuando, viendo la famosa fotografía de Carlos Saura, pensé haber coincidido en el mismo local —esa mismísima pinta tenía— que Luis Buñuel, Antonio Saura y compañía, así como un incapacitado que parecía surgir de una película del de Calanda. Pero yo presumí entonces de ya conocer Chinchón.

Conocía, en realidad, sólo un Chinchón convertido, increíble pero muy verosímilmente, en el Macao del siglo XIX, la hazaña perpetrada por Orson Welles en Una historia inmortal (1968), adaptando un cuento de Karen Blixen. Un Orson Welles medio escondiendo su rotunda figura sentado en un balcón de labrada madera verde de Macao/Chinchón, y enredando en una historia a un marinero nada menos que con su amiga Jeanne Moreau. La demostración palpable de que Orson Welles podía sacar oro del barro y envolver al espectador, gracias a sus artes, en historias de leyenda.