Aquel de desgarbada, ausente y dispersa mirada. El que nunca me vio. El que amé a espasmos de entraña. El que me despertó con un “me voy” ornamentado con su equipaje, ajeno a mi cuerpo rabioso, cubierto de sombra y de luz. Ajeno a mi vestido verde manzana tentadora. A mi disfraz de geisha. ¿Lo recordáis? Os he hablado de él. Aquel personajillo (no me lo creo ni yo; sigue siendo el protagonista, el único personaje de mi vida) me dijo: “Eres un pozo sin fondo de palabras. Adelante. Crea otros personajes. Ponlos en una historia”.
¿Cómo voy a hacer eso? Si las palabras de mi pozo solo llenan los cubos de mi vida. ¿Cómo voy a inventarme a Tomasín, el maquinista? ¿Qué sé yo de él? De sus rutinas. De sus manías. De su familia. De sus días, todos iguales. Desasosegados. De cuándo se lava los dientes. De cómo le gusta el café. Apenas sé cuatro cosas que se comentan en el pueblo. Y otras cuatro que yo, medio maga, leo en sus ojos y en el mate de su piel cuando me lo encuentro en el bar cada mañana, de lunes a viernes, mientras me preparan el café para llevar. Sé que se llama Tomasín porque así lo llama el camarero. Y porque en ese pueblo son cuatro, rodeados de canteras, carreteras, viñas y soledad.
Hace meses que Tomasín amanece en el bar, con una mano sostiene un café corto, solo, que nunca se bebe. Con la otra, una copa de aguardiente. Esa sí se la bebe, pero siempre está llena, como si se reprodujera. No siempre fue así. Tomás solía amanecer en su casa, junto a la Carmela de sus amores, la del sentido de su existencia. Ya en la escuela bebía los vientos por ella. Ahora bebe el aguardiente. Nunca fue un chico listo. En su cabeza siempre hubo más collejas del profesor que oraciones simples. Ni siquiera esas. Su sabiduría estaba en el corazón. Y en el corazón, estaba Carmela.
Carmela sí que era lista. Más que lista, espabilada. Aguda como un halcón que, por convencionalismos y porque era lo que tenía que ser, sabía que, mientras tanto, tenía que volver al brazo de su cetrero. Así pasaron la infancia y la juventud. Y cuando la juventud se les iba yendo, como era lo que él quería y lo que ella tenía que hacer, se casaron en una boda de pueblo. Con matanza y casquería. Todo entrañas, carne, morcilla y chorizo para Tomás. Toda escena para Carmela. La rudeza de Tomasín para las letras se convirtió en destreza para el manejo de las retros. Las hacía bailar sobre la tierra. Cada parcela que descarnaba era, entre sus manos, una tarrina de mantequilla que untaba sobre una rebanada de hogaza, por escarpada que fuera. Para él, la parcela era Carmen y con la misma delicadeza la desentrañaba y la rozaba.
Mientras Tomás untaba con sus manos, Carmela buscaba frutas exóticas para hacerse con ellas mermeladas picantes que le dieran sal y salsa a su tediosa vida. Las encontró. Manuel. Un brasileño bailón, de esos que llegan a los pueblos huyendo de los papeles. Pintor de brocha gorda. Muy gorda. Como las que le gustaban a Carmela. Bastaron tres brochazos para que Carmen y Manuel salieran corriendo hacia las canteras. Y de ahí hacia otros pueblos perdidos en la maleza.
A la mañana siguiente, Tomasín amaneció en el bar. Con su cuerpo rudo y peludo. Su cara sonrosada por la nobleza. Sus manos entre el café y el aguardiente y su corazón lleno de cachos hirientes de Carmela.
¿Cómo voy a inventarme a Tomasín, el maquinista? ¿Qué sé yo de él? De sus rutinas, sus manías, su familia, sus dientes, su café. ¿Cómo voy a crear un personaje? ¿Cómo voy a meter las narices en un desgarro tan ajeno? Tengo que decírselo a mi protagonista. Ese protagonista de mirada desgarbada, ausente y dispersa. Es una buena excusa para retomar la hebra del abandono, la del dolor del corazón lleno de cachos hirientes. Una buena excusa para crear un personaje y volver a ponerlo en una historia, la mía. Siempre desierta.
(Texto escrito mientras oigo repeat “Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me”. The Smith. 1987).