Su madre siempre le había llamado Ratón a pesar de que el apodo no le encajaba en absoluto. Demasiado corpulento para su edad, tuviera la que tuviera, su volumen le impidió ser un chico ágil ya desde niño. Nada, ni su aspecto ni su torpeza podían evocar a persona alguna un pequeño roedor. No era solo por eso que la odiaba. Tampoco era solo por eso que había decidido matarla.
Pablo, así le pusieron en la pica bautismal, cumplía hoy los 18 años y había dicho basta a los maltratos de su madre. Empezó a decir basta, sollozando bajito, a los 10. Lo imploró a los 11. Se lo gritó en la cara a los 12 y desgañitándose antes de un portazo, a los 13. Lo vociferó junto a una retahíla de insultos terribles a los 14, levantándole la mano a los 15, y se lo calló hasta el día de hoy. Urdía un plan: la mataría a los 18. De nada había servido todo lo anterior, ni lloros, ni súplicas, ni gritos, ni golpes, ni amenazas. Nada. Su madre ni cambió de actitud ni dejó jamás de ser un espécimen despreciable que le había hecho la vida imposible. Aquella mujer nunca le quiso. No es que no se lo demostrase, es que no perdía la mínima oportunidad en manifestárselo. Ni un solo día de su vida dejó de exhibir la repulsión que sentía hacia su hijo y se convirtió en su cáncer de páncreas. En su soga al cuello. Corrompía el oxígeno con su aliento y cuanto más se asfixiaba él, más se crecía ella en volumen, en violencia, en odio.
Llegó a la puerta de casa convencido y dispuesto. Serían 18 puñaladas dadas con pasión y sin tragedia. 18 puñaladas liberadoras con las que había soñado durante sus años silenciosos. Se imaginaba el cuerpo de su madre salpicando sangre por doquier, deshinchándose, empequeñeciéndose, dejándole, por fin, espacio, oxígeno y liberación para el resto de su vida. Se veía a sí mismo gritándole con todas sus energías: ¡BAAAAAAAAAAAAAAASTA! Una última vez, después ya no sería necesario.
Cuando llegó a su domicilio después de sus clases no le pareció que hubiera nadie en casa. Extrañado, entró en la cocina… ¿dónde podría haber ido aquella mujer que nunca, que él recordara, salía de casa? No se la podía imaginar maloliente, con su pelo grasiento, su bata sucia y con aquellas zapatillas que liberaban los juanetes por las roturas, llamando a la puerta de algún vecino, jamás le había dirigido la palabra a ninguno. No salía a la compra y el recadero le dejaba el encargo en las escaleras, tocaba el timbre y raudo se desvanecía en silencio como si nunca nadie hubiera estado allí. A veces pensaba que el único apego que le tenía su madre se resumía en que él era su única conexión con el mundo exterior. ¿Dónde se había metido ahora? No gritó ¿mamá?, nunca se habían pronunciado esas palabras entre aquellas paredes.
Decidió esperarla tomándose una cerveza, que cuando regresara le viera resuelto, con una lata en la mano, tomando actitudes de adulto. ¿Pero por dónde andaba esta mujer? Abrió la nevera y se quedó pasmado. En la repisa central había un pastel. Tres pisos de masa desigual mal recubiertos con chocolate, su debilidad. ¿Qué era aquello? ¿Ahora? ¿En serio? No era posible. Con cuidado lo sacó de la nevera y lo puso encima de la mesa de la cocina. Sobre el pastel su madre había escrito “Felicidades Pablo” y unas velas con el número 18 estaban dispuestas en el centro de la tarta. Pablo tuvo que tomar asiento. Se sintió roto. Odiaba a aquella mujer y, sin embargo, unas lágrimas rabiosamente calientes le humedecían las mejillas. Aquella era la primera tarta de cumpleaños en toda su vida ¿Su madre, por fin había recapacitado? Se preguntó deslizando el índice por el borde del pastel y llevándoselo untado en chocolate a la boca. Estaba delicioso. ¿La mataría de todos modos? ¿Se concedía un tiempo de receso para recalcular la situación? ¿Y si la mujer se estaba esforzando en dar un cambio, un vuelco a sus vidas? Imposible recuperar su infancia, su adolescencia pero, ¿y el futuro? Una realidad distinta, un día a día placentero que tanto había anhelado podría estarse abriendo ante él. ¿Iba a renunciar a esa posibilidad matándola de todos modos?
Sí. La mataría.
Se escuchó la puerta de la calle abrirse y cerrarse y algo pesado, metálico, apoyarse en la pared del recibidor ¿le traía un regalo también? No podía creérselo. Ni se atrevió a mirar. No se movió de la silla. Y a sus espaldas escuchó “ Soooorpresaaaa” . Se giró lentamente, llorando. Estaba confuso y profundamente desorientado. Su madre sonreía desde la puerta de la cocina y le señalaba el pastel. Él se mantendría firme en sus propósitos, lo había decidido. ¿Lo conseguiría?
La mujer fue a sacar unos platos y al pasar junto a él le apoyó la mano en el hombro. Pablo dio un respingo, ni recordaba la última vez que su madre le tocó. No podía dejar de mirarla intentando entender aquella situación tan inesperada, tan fuera de todo pronóstico. Ahora, platos en mano, abría un cajón y sacaba un cuchillo, justo aquel con el que Pablo había decidido acuchillarla. Se le hizo un nudo en la garganta y rompió a llorar otra vez. ¿Eran remordimientos lo que sentía? ¿Aquello desbarataría sus planes, los que había urdido en silencio durante varios años? La actitud de su madre en aquellos momentos era lo más cercano al afecto que había vivido nunca. Y se emocionó. Se relajó. No quería, pero no pudo resistirse. Le parecía que rellenaban su interior de un amor cremoso con una manga pastelera. Se estaba viniendo abajo y en cambio se sentía bien. La madre cortó una porción de tarta y se la sirvió a su hijo. Pablo pensó que no había encendido las velas y casi sonrio. Falta de costumbre, se dijo.
—Come Ratón, le dijo dulcemente—y Pablo empezó a llenarse la boca de cucharadas entre sollozos. No quería llorar, pero lo hacía. El pastel estaba delicioso.
—¿Está bueno, Ratón? —le oyó decir Pablo a su madre cuando de repente le vino una imagen terrible a la memoria, la de aquel día en que su madre sostenía un roedor por la cola y lo balanceaba ante sus ojos de niño asqueado y asustado. Al muchacho le empezaba a doler el estómago, algo no iba bien ¿qué le dijo aquel día su madre? ¡Maldita sea, ahora lo recordaba con claridad diáfana mientras se llevaba las manos al vientre! “Eres tan bobo que algún día acabarás como este ratón asqueroso”. Su madre lo había sacado de una trampa que le había puesto junto al fregadero. Al roedor no le hizo falta una tarta de cumpleaños, con un pedacito de queso seco le bastó.
Pablo se cayó de la silla. Estirado en el suelo, encogido de dolor, giró la cabeza hacía al recibidor. Apoyada contra la pared, una pala.
—Todos estos años, callado, silencioso como un ratón—dijo la mujer mientras tiraba la tarta a la basura, satisfecha.