«Los suspiros son aire y van al aire,
las lágrimas son agua y van al mar.»
Dime, mujer, cuando un amor se pira,
¿sabes tú dónde va?Rafael de León
El humor negro en España tiene una larga trayectoria que, según Cristóbal Serra, autor de la célebre Antología del humor negro español1, arranca con el Lazarillo de Tormes y alcanza hasta Bergamín, en el terreno de la literatura. Y aunque sus esfuerzos como antólogo son más que notables, tuvo que dejar de lado los múltiples ejemplos de humor negro que pertenecen a la cultura popular y no tenían cabida en su obra. En nuestro país abundan los chistes, las coplas, las películas y los cómics que satirizan el tema de la muerte y se chotean de la locura, la pobreza, la violencia o la desgracia, para solaz de gente inquieta. Que así son los degustadores del humor negro: inquisitivos y traviesos. El doctor Freud ya lo advirtió, pero luego lo han confirmado estudios recientes2: el público que goza con el humor negro es un público cultivado e inteligente, por lo general más relajado y pacífico que el resto. A tales predisposiciones añádase un ambiente familiar que lo promueva y, quizá, una falta de respeto —libre y risueña— hacia lo más sagrado. Así se vivía en nuestra casa la calamidad cuando yo frisaba los siete años. Y también antes.
Por supuesto, la España de los sesenta era una sociedad frustrada y empobrecida, donde reírse de la tristeza se recibía bien porque ayudaba a descargar la tensión. Mi padre leía La Codorniz, escuchaba en la radio los monólogos de Gila, aplaudía las películas de Berlanga, Ferreri y Azcona, y explicaba las chanzas de El pisito (1959), El cochecito (1960), Plácido (1961) o El verdugo (1963) sin descanso. También supo ganarse un reconocido prestigio entre sus amigotes con un chiste larguísimo que hacía saltar las lágrimas de risa a quien lo presenciara: un tartamudo, un mariquita, un moro y un gangoso jugaban al dominó, y mi padre iba desgranando sus intervenciones con voces y gestos que culminaban en un desenlace explosivo.
Mi madre era más delicada y, aunque se reía con las burradas de su consorte, prefería el verso fino e intencionado. La recuerdo recitando la Sonatina, de Rubén Darío, o El luto, de Rafael de León, pero también algunos poemas truculentos que había memorizado de los rapsodas que actuaban en los teatros de variedades de Valencia, donde ella trabajaba de modista. «Como un altar cubierto de flores, se alzaba la mesa, y allí colocada, tendida a lo largo, cruzadas las manos, rígidas y bellas, cerradas por siempre las pestañas negras, entre cuatro tablas y entre cuatro velas, en medio de un corro de gente enlutada, estaba la muerta». No sigo, aunque podría. Con tales mimbres consiguió aterrorizarme y divertirme a la vez, y estimuló esa supuesta inteligencia y travesura de la que hablan los estudios cognitivos que hemos mencionado.
Su especialidad era la imitación de doña Concha Piquer, a la que había atendido y recosido sus galas en los escenarios de Valencia cuando la artista regresó a su ciudad natal. Porque Concha Piquer, que había triunfado en Broadway y rodado películas en Paris, era del barrio de Montvedre, y no rehuyó jamás el trato con el público local. No hubo película de la Piquer que mi madre no viera, ni espectáculo de los cincuenta en que no participara como espectadora o como modista. De las coplas de doña Concha, con letra de Rafael de León y música de Quintero y el maestro Quiroga, recuerdo las imitaciones del Romance de la Reina Mercedes y La niña de la estación, que es el referente de esta Casa de citas. Quizá mi madre me arrulló con ellas y luego crecí a sus sones. Quizá esa influencia logró hacerme travieso, relajado y pacífico.
Ahí va la letra con la desgraciada historia de la pobre Adelina:
Bajaba todos los días
de su casa a la estación
con un libro entre las manos
de Becquer o Campoamor.
Era delgada y morena,
era de cintura fina,
y era más cursi que un guante
la señorita Adelina.
Y como ver pasar trenes
era toda su pasión,
en el pueblo la llamaban
«La Niña de la Estación»
Estribillo
¡Adiós, señor, buen viaje!
¡Adiós, que lo pase bien!
¡Recuerdos a la familia!
¡Al llegar escríbame!
¡Mándeme usted la sombrilla!
¡No olvide «La Ilustración»!
¡Y no olvide que me llaman
La Niña de la Estación!
A continuación seguía un recitado que anticipaba poéticamente lo que estaba por venir: «Volverán las oscuras golondrinas / en mi balcón sus nidos a colgar» / pero aquel ambulante de correos,/ aquel no volverá.
Descarriló el tren expreso
una mañana de abril
y aquel descarrilamiento
hizo a Adelina feliz.
Ella vendole la frente
y lo cuidó como a un niño,
y él, que era guapo y valiente,
jurole eterno cariño.
Y luego cuando a la noche
volvió a partir con el tren,
con voz de carne membrillo
así le dijo al doncel:
Estribillo
¡Adiós, amor, buen viaje!
¡Adiós, que te vaya bien!
¡Recuerdos a tu familia!
¡Al llegar escríbeme!
No te olvides del retrato,
mándame «La Ilustración»
y no olvides que te espera
«La Niña de la Estación».
A partir de aquí, las crónicas difieren. En las antologías de Rafael de León no aparece el desenlace de la historia. A lo mejor porque el antólogo consideró que esos versos finales eran de mal gusto. Sin embargo doña Concha y mi madre lo cantaban así:
Pasaron meses y meses
y aquel galán no volvió,
y Adelina se ha casado
con el jefe de estación.
Pero con tan mala suerte
que, a los dos días del hecho,
murió su pobre marido
de dos anginas de pecho.
Y la pobre medio loca,
creyéndose en la estación,
cuando ya se lo llevaban
así al fiambre cantó:
Estribillo
¡Adiós, amor, buen viaje!
¡Adiós, que lo pases bien!
¡Recuerdos a la familia!
¡Al llegar, escríbeme!
No te olvides del retrato,
mándame «La Ilustración»,
y no tardes, amor mío,
que hace frío en la estación.
El autor, Rafael de León (1908-1982), fue amigo de Lorca y, aunque solo fuera por su popularidad debería aparecer en la nómina de la Generación del 27. Ningún otro poeta español ha sido tan recitado ni cantado. Doña Concha Piquer (1906-1990) fue y continúa siendo una de las figuras más relevantes de la copla. Es imprescindible recuperar sus grabaciones y volverlas a escuchar sin prejuicios.
Adenda:
Alguien me preguntó no hace mucho con qué personaje del pasado me gustaría charlar. Quien me lo preguntó supuso que yo respondería que Sócrates, Leibniz o Napoleón. Mi respuesta le sorprendió, y fue inmediata. Le respondí que me gustaría conversar con mi madre. Hablaríamos de nuestro pasado y de mi presente, y le pediría, desde luego, que me cantara La niña de la estación, a la manera de Concha Piquer. Luego sollozaríamos y reiríamos juntos todo lo que pudiéramos.
[1] Cristóbal Serra Simó: Antología del humor negro español (Tusquets, 1976).
[2] Ulrike Willinger y otros: Cognitive and emotional demands of black humour processing: the role of intelligence, agressiveness and mood (Cognitive Processing, may 2017).