Al abrigo de las sombras

Lógica (pati) difusa

 

Un día me dijo: “No puedes vivir cincuenta veces el mismo año y decir que ese periodo representa una vida larga y plena.”

Luego, esa misma frase la leí una semana más tarde de su muerte, en un dietario que acababa de comprar. Ramón murió en el hospital, expiró con su mano helada entre las mías. En el tren abrí el dietario rojo por la página del día: 12 de diciembre. Cuando leí esas palabras debajo del santoral, “Juana Francisca de Chantal”, sentí un repelús, claro que no me extraña porque hacía frío y no funcionaba la calefacción. La frase era de un tal Robin Sharma. ¿Quién? Tecleé su nombre en Google. Es un tipo que vive de dar consejos para triunfar en la vida. Él, desde luego, aparenta ser rico y famoso. ¿Ha triunfado?

Ramón quiso consolarme de su inminente muerte. Me pareció que estaba alegre, llegaba por fin el final de tanto sufrimiento. Quizás sentía eso que llaman la gran liberación, cuando el cuerpo, según dicen algunos, permite salir al espíritu libre ya de las ataduras biológicas. Me aconsejó vivir sin pensar en el mañana, sin cálculo ni  interés por el futuro. “Pon intención y esfuerzo en ser como una criatura de dos años, ignorante del significado de ayer, mañana, nunca, ahora o jamás.” Después pronunció la frase de Sharma. Le dije: “Qué gran verdad encierra esa reflexión”. Él me contestó: “Sí, se me acaba de ocurrir y me gustaría que fuera mi epitafio, pero no lo será porque, una vez me vaya al otro lado, quiero que se incinere mi cuerpo y se echen las cenizas en las vías del metro, estación Horta-Vilapicina.”

¡Qué razón tenías, Ramón! Arrastramos cincuenta años, veinte, ochenta o los que sean, de cautividad en un circuito de pensamientos que enlazan anhelos con miedos; una vida enganchada a acontecimientos irrelevantes, tan parecidos, que es imposible recordar y distinguir un día de otro. Pensé en lo engañoso de ansiar una existencia memorable, exploratoria, apasionada, provisional en sus goces, antes que aceptar que somos reiterativos, adictos a las costumbres y a la ilusoria seguridad de nuestra tediosa vida. Estarás contento, tú, libre de agobios, mientras yo, en fin, mejor callar.

Con mi dietario entre las manos, recordé la tarde en la que te fuiste. Quise creer que te ibas contento, que la muerte amiga te esperaba con los brazos abiertos. Siempre te referías a ella como el instante supremo, la mutación que nos conduce a un estado de pura consciencia, comprensión y amor. ¡Caray, si fuera cierto, morir sería la bomba! Sin embargo, mi instinto de supervivencia me ata a “mejor, lo malo conocido”.

Le pedí a Ramón que tuviera a bien enviarme una señal, una prueba de vida en la muerte, pero simpática, sin apariciones ni ruidos misteriosos. Ha cumplido. Releo sus palabras impresas en la página del 12 de diciembre. ¿Plagió? ¿Y qué? En el más allá, al abrigo de las sombras, se ríen de los derechos de autor.