Eran finales de los años ochenta, creo recordar; la verdad es que ya se me nublan ciertos momentos de mi vida. Había terminado COU, había hecho la selectividad, mejor dicho, había fracasado en la selectividad, y no pude entrar en lo que más deseaba: la Facultad de Ciencias de la Información, rama de Imagen y Sonido, con intención de convertirme en cineasta y ser el Moisés que iba a guiar al cine español a la tierra prometida…, aunque no tenga maña separando las aguas. Por aquellos tiempos era un joven pre-universitario de melenas al viento, que estaba en esa etapa en la que uno empieza a salir sin parar, donde la hombría se medía en gramos de alcohol por litros de sangre, y cuantos más gramos, pues más hombría, obviamente. Eso sí, seguía sin comerme un colín, ni en gramos ni menos en kilos.
Era verano, un amigo llamado José nos había invitado a otro amigo mío (Antonio) y a mí a que pasáramos con él un mes loco en La Coruña (de donde era su familia), bebiendo, comiendo, follando (quién sabe) y sin parar de reír. Vamos, el paraíso, pero sin necesidad de alistarse en el ISIS. José era un conquistador nato y neto: rubio, bajito, atractivo, fuerte, simpático y, además…, con pasta. Su familia tenía un casoplón en plena Castellana, y su padre tenía una empresa de limpieza que no le iba nada mal. Él, además, estudiaba en una de esas escuelas de negocios para jóvenes cachorros neoliberales que luego se convierten en exministros de economía imputados que acaban soltando eso de “es el mercado, amigo”.
Tanto Antonio como yo éramos buenos acompañantes, típicos jugadores de equipo, esforzados sin talento bregando en campos embarrados, en plan Busquets, pero sin tener la mujer de Busquets, claro. Para tal propósito, Antonio y yo cogimos un apartamento en Mera, un pequeño pueblo costero a pocos kilómetros de La Coruña, cerca de la casa familiar de José. Dormíamos frente al mar debido a que los apartamentos estaban en la cima de un acantilado, así que amanecíamos con el estrépito provocado por el choque de las olas contra las rocas. Nuestra rutina era levantarnos muy tarde, desayunar muy tarde, comer muy tarde, cenar muy tarde, salir muy tarde, para finalmente llegar muy tarde. Y así un día tras otro. Éramos “funcionarios de la noche”, pero sin moscosos.
Como era de esperar, José triunfó, se ligó a una chica rubia muy interesante, hija de un pintor, creo recordar, el tipo de mujer que me hubiera gustado ligarme, si me hubiera decidido a abrir la boca primero. Pero no solo José, hete aquí que el bueno de Antonio, pese a su timidez y discurso templado, también triunfó ese mes.
Yo me había ausentado un par de días para ver a mis padres, que estaban visitando a mi hermana que veraneaba en las Rías Baixas, con el objetivo de pedirles algo de dinero para terminar el mes. Cuando regresé a Mera, Antonio me confesó que la noche anterior una amiga del ligue rubio de José había hecho un acercamiento por el flanco y la cosa había terminado bien. Así que los días que restaban de verano se preveían con un panorama algo solitario.
Tras haber estado tantos días saliendo, durmiendo en la misma habitación con Antonio, borrachera tras borrachera, con tanto trajín, y con tan poco éxito, una tarde que me encontraba solo en el apartamento me empecé a sentir…, como les diría yo…, intenso. Estaba esperando a José, que dijo pasaría a recogerme para celebrar la última noche antes de nuestro regreso, cuando esa intensidad iba creciendo. Disponía de algo de tiempo, estaba relajado, el sonido del mar me arrullaba a través de la ventana…, vamos, que era el marco idílico para un pajote como Dios manda. Por aquellos años, Bill Gates debería estar en un garaje y Steve Jobs ligando en la universidad, por lo que no había noticias de Internet; por tanto, sólo me quedaba poner la tele, que encima era en blanco y negro y se sintonizaba con una de esas viejas antenas con forma de orejas de conejo. Lo único que se veía era la TVG. ¿Y qué había a esas horas? Pues el Tiempo, cuya presentadora era una mujer seria, vestida como una funcionaria de los setenta y con la imagen dando tumbos en blanco y negro. Vamos, lo opuesto a la sensualidad, pero suficiente para inspirar mi última tarde en tierras del apóstol Santiago. Así que me puse manos a la obra (ejem), imaginando a la presentadora entre isobaras y con una falda más corta, cuando escuché que un coche aparcaba en la puerta de los apartamentos.
Yo era consciente de que con toda seguridad era José, pero pensé que me daba tiempo, aunque pronto descubrí que mi amigo tenía una capacidad (que yo desconocía) para recorrer cien metros, y sus correspondientes tramos de escaleras, en plan Usain Bolt. Estaba yo tan palote con la presentadora, mientras ésta prevenía de las neblinas con las que amanecerían las comarcas de Sada y Culledero, cuando me percaté de que la puerta se había abierto. Ipso facto, hice un rápido movimiento subiéndome la cremallera, pese a que el mástil trataba de abrirse paso a toda costa. No recuerdo lo que hablamos mi amigo y yo, pero sí recuerdo el silencio incómodo. Todo se nubló, ambos éramos conscientes de lo que allí pasaba. Al final, José se perdió en la noche de los tiempos, como tantos otros amigos que pasan por la vida, pero en este caso siempre le imagino en su sala de estar, con la familia, viendo relajado las noticias, cuando un locutor va y dice: «A continuación, el Tiempo…»