Robert Walser (el escritor que dijo que sin pasear estaría muerto y que murió paseando), escribió sus 526 Microgramas entre 1924 y 1932. Lo hizo a lápiz (la pluma decía que le atenazaba), con una caligrafía endiablada, mínima, de condensación jeroglífica. Los escribió en el dorso de hojas de calendario, de tarjetas, en limitados papelitos que determinaban la extensión de cada escrito. La proeza: mediante un cuentahílos de 5 a 6 aumentos, Bernhard Echte y Werner Morlang los descifraron a lo largo de 15 años. Cuento en mi gabinete con la traducción de Juan de Sola Llovet y María Condor, 3 volúmenes, casi 1000 páginas.
Walter Benjamin afirmaba que cada frase de Walser está escrita para olvidar la anterior. W.G. Sebald dijo que el suizo siempre escribió la misma novela, la de un yo oculto que transita entre extraños. Vila-Matas sostiene que, para Walser, escribir era ausentarse. Y es que el autor que hoy nos ocupa creía que todo fenómeno cotidiano, pese a su insignificancia, merece ser poético. Así sus vagabundeos, las visitas a tabernas, su divagar anecdótico. Escenas casi transparentes que siempre me han parecido grandiosas en su evanescencia.
Para exhumar el poema lanzo mis dados, como si estuviera bebiendo y jugando en una de esas tabernas walserianas una tarde de domingo intrascendente. 6 y 4. Decido pues acudir a la página 64 de cada uno de los 3 volúmenes, siguiendo el orden de los tomos; de cada página 64 extraeré 3 versos, formando así un poema de 9.
Como Walser, paseo y divago por cada página, buscando los detalles efímeros, queriendo también desaparecer en un poema leve y discreto. Ahí va:
Compararme con una fonda que albergue nostalgias,
sólo eso ya vale un imperio.
Un poema exige tan poco tiempo
mucho comedimiento
muy simple
tan frágil.
Una indolencia irreflexiva,
una ocurrencia literaria
me basta.