Pasando el rato en el banco

Las horribles historias de Sileno

Hoy lloviznaba y he decidido acercarme al banco para sacar algún dinero. Cada semana, en días alternos, paso por el banco y saco unos euritos, hoy diez, mañana cinco. Entre eso y lo que consigo fingiendo cojera a la puerta de la iglesia tengo para mis gastos. ¡Me gusta ser independiente! Además, no es bueno llevar mucho dinero encima. Se lo tengo dicho a Ginés: ¡Cuidado, Ginés, que a los viejos se nos roba con facilidad! Es mucho mejor que los bancos nos guarden la pensión. ¡Y que se jodan si vamos demasiado por allí! Al fin y al cabo, el dinero es nuestro. Como es nuestro también el tiempo que invertimos haciendo vida social en la cola y hablando con la cajera.

En nuestra oficina, la cajera es feúcha, demasiado delgada para mi gusto, con el pelo recogido en un moño sin gracia, con gafas y un rostro amarillento. No sé de dónde se la habrán sacado, pero esa chica no luce. Te pasa los euros y los coges con resquemor, como si fueran a contaminarte. Y eso hay que cuidarlo. En un banco, las cajeras deberían transmitir confianza y vitalidad. Por suerte, la directora es otra cosa. La directora está buenísima y da gusto verla a través del cristal de su despacho tomando decisiones con energía y dando órdenes, a viva voz y por teléfono. A veces coincidimos con ella en el bar Neptuno a la hora del vermú. Ginés y yo pedimos una caña. Ella, un pincho de tortilla y un jerez, con las piernas al aire y trajinando papeles, fingiendo no conocernos, pues solo tiene ojos para los empresarios, negociantes y grandes ahorradores. Nosotros no estamos hechos para la directora, aunque la directora sí que está hecha para nuestros ojos y entendederas. Ginés y yo somos de los que sabemos apreciar su fortaleza y lozanía. Tiene coraje, la tía, y buenas tetas.

Hoy me he presentado en el banco a las ocho y media de la mañana, para sacar mis euritos. Ya he dicho que llovía y hacía fresco. Cuando he llegado a la oficina no había nadie en la cola. La cajera tampoco estaba. Por su parte, la directora, con la puerta del despacho abierta, se removía nerviosa frente al ordenador, atendiendo un asunto urgente por teléfono: «Desde luego, señor Montserrat. Ya le he dicho que el notario está de acuerdo. Enseguida le mando las fotocopias por mensajería…» Estaba tan entretenida con sus gestiones que he tenido tiempo de mirármela un buen rato, a mis anchas.

De repente ha salido del despacho y me ha visto. Taconeaba con aplomo en dirección a la fotocopiadora y me ha envuelto en una ráfaga de perfume que no lograba ocultar su recio olor corporal. Olor de fondo, de mujer vital y resolutiva. Llevaba puesto aquel jersey de cuello alto que le aprisiona las tetas, y la falda de cuero negro con la que estamos tan familiarizados los clientes habituales. «Cristina ha salido un momento —me ha dicho, con cierta condescendencia—. Volverá enseguida. Siéntese y espere, que aquí estará calentito.»

—¿Calentito, eh? —le he preguntado con sorna, y me he llevado la mano a los cojones para recogerlos por su base formando un todo con la polla que, veas tú, se me había puesto contenta. El pantalón del chándal me ha ayudado a engordar el paquete. Así que he adelantado las caderas, he escondido la tripa, y le he susurrado, paladeando las palabras, con aire torero: Ya voy calentito, señora. Y si quiere comprobarlo, aquí estoy, Marcial Sileno, a su servicio…