Exhumación poética de “Trilogía de la Memoria”, de Sergio Pitol

Gabinete de labios periféricos


Veo mi pasado como un conjunto de fragmentos de sueños no del todo entendidos.

Sergio Pitol


Sergio Pitol (1933-2018) ha sido muchas cosas. Ante todo, escritor, pero también mexicano, traductor, diplomático, activista por los derechos humanos y también, en 2005, Premio Cervantes. En mi gabinete dispongo de una elegante edición de la Universidad de Alcalá que, bajo el título El viaje de una vida, homenajea al protagonista de la presente exhumación con motivo del prestigioso galardón. Es un libro magnífico, con fotografías de la vida y fragmentos de la obra de Pitol, que muestran un retrato inicial de este escritor que, con la Trilogía de la Memoria, nos ofrece una autobiografía literaria (por llamarla de algún modo) apasionante.

Mi gabinete cuenta también con otras obras del autor, pero esta trilogía (más de seiscientas páginas en un volumen de bolsillo ciertamente prieto) es su buque insignia. Incluye El arte de la fuga (1996), El viaje (2000) y El mago de Viena (2005). Cuenta con dos introducciones: Vivir para contarlo (Juan Antonio Masoliver Ródenas) y Cantera de la memoria (Juan Villoro). Ambos introductores coinciden en algo a lo que me adhiero cual lapa cenagosa: leer esta trilogía proporciona placeres y asombros a partes iguales.

Hibridar géneros con inteligencia y naturalidad, sin hacer concesiones al sentimentalismo bajo ninguna circunstancia, debería ser el mandato moral de todo aquel que decide afrontar el reto de escribir una novela, parece decirnos Pitol mientras lo leemos con apasionado interés: narración, ensayo, diario, autobiografía, comentario, todo se amalgama con una elegancia extrema, y nos dejamos llevar por esa voz que nos explica la vida misma y que interrelaciona fugaces maravillas e intuiciones con los ojos compuestos de una mosca que todo lo ve de manera simultánea.

Y creo que todo ello se origina en su magnífica concepción de la propia identidad cuando nos dice en El arte de la fuga que «Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas». Y nos damos cuenta de que, pese a las restas, Pitol es un gigante que merece ser leído y releído.

Para exhumar el poema de esta trilogía, he decidido utilizar el número 19, que es el de las principales ciudades donde Sergio Pitol estableció su domicilio, ya fuera por gusto, por necesidad o para desempeñar funciones diplomáticas de agregado cultural. A saber, y sin querer citarlas todas: Nueva York, Londres, París, Roma, Venecia, Pekín, Varsovia, Belgrado, Budapest, Moscú, Praga, Barcelona, Bristol, Londres, Xalapa… Así, de la primera página de la trilogía (29) elegiré el título del poema y, sumando sucesivamente 19, a partir de la página 48 hasta la 637, un verso de cada una de ellas. De ello se obtiene este poema de 32 versos que, por cierto, ha salido un poco ferroviario-apocalíptico:


En el expreso nocturno


Laberinto de excentricidad

bailando en la memoria

para certificar

ese instante:

los centenares de vagones

(sendas de la etérea belleza)

esperando

en aquella ciudad inverosímil

desde hace dos semanas.


La guerra

y la vulgaridad a ras de tierra

sobre el presente

debe detener esa marcha de locura.


El recuerdo de su energía:

una y otra y otra vez

torturas atroces, la horca, la hoguera, el descuartizamiento,

la tierra convertida en mierda

por la libido desmedida

de la extravagancia

aplastada.


¡Siberia

del tiempo narrativo!

vive para leer

en tres taxis

en una estación de ferrocarril

libros,

intensos puntos luminosos

disfraces

− por esnobismo –

con la arquitectura estalinista.

Mis libros, aun ahora,

¡al infierno!