Aquel hombre gris me contó su historia después del tercer gintónic en la barra de un bar anónimo. El alcohol tiende a confidencias que no se cuentan con un café con leche. Al día siguiente, con una resaca de plomo fundido, escribí un resumen de varias horas de conversación.
Ella —me contó— decía que él no la entendía, que todo debería ser nuevo entre los dos. Le hablaba de su pasado y él, del suyo. No tenían mucho que ver. Excepto que no les había ido nada bien en el amor. Tres relaciones serias en la vida de cada uno. Solo que ella no veía nada bueno en las suyas y él positivaba las suyas. Pasaban horas al teléfono, horas cada día. Durante tres meses. Lo pasaban tan bien que parecía que sería para siempre. Lo que se llama siempre en una relación. Hablaban de todo: sentimientos, familia, literatura, amigos, miedos y fantasmas. Sexo, por supuesto. Ella decía que era como una virgen, y era verdad. Él sabía cómo era su cuerpo, cada palmo, sus cicatrices y sus pecas. Sin haberla visto. Acabó por una historia de niños que no voy a contar. Acabó y él se quedó congelado. Sin ella y sin poder hablarle. Ya sabéis cómo va esto. Hoy se puede borrar a cualquiera de tu vida con unos cuantos clicks. Y te quedas ciego, mudo y sordo como los tres monos. Él creía que eso no había acabado. O quería creerlo porque era lo único que le quedaba. Porque ella era preciosa, inteligente y divertida y sabía que ya no habría otra mujer. En fin, he leído que el amor para que sea verdadero no tiene por qué ser eterno. Como las estaciones del año.
Cuando se iba, el hombre gris del bar anónimo me abrazó y me soltó como despedida: «Te he dicho que en la vida me he reído tanto como con ella, más que con nadie. Eran risas que flotaban sobre el tiempo. Eso queda. Al final pudieron los fantasmas».