Me la he encontrado de pronto por el centro de Valencia. Ambos nos detuvimos. Igual de seductora, pelirroja, sexy, nariz perfecta, escote pecoso. Me dice que ha oído toda clase de historias acerca de mí por amigos comunes. Que si estoy bien. Si sigo escribiendo esos cuentos de barrio que tanto le gustaban y si por fin voy a publicar un libro. No dejaba de hablar, la he cogido del brazo y le digo: “Vale, vamos a tomar un café en el Starbucks”. Frente a dos cappuccino con corazones dibujados he mirado a sus ojos directamente. «Vamos al grano. ¿Recuerdas que cuando fui a verte a Barcelona tu marido nos pilló en la cama? Me habías dicho que vivías sola. Hasta hablamos de vivir juntos». Ni se inmutó. «Cariño, eres un estrecho de mente, solo eres bueno para eso de contar cosas, para la vida real no sirves». Es una de esas mujeres que siempre tiene razón, no sabe distinguir su mundo de la realidad, y con una gran empatía, solo que es una empatía negativa. No había cambiado nada. La rodeaba un aire de seguridad absoluto, como el que deben tener las personas un momento antes de suicidarse. «Y no hagas caso a lo que te digan. Estoy bastante bien para ser un kamikaze que se ha estrellado en el mar y ha sobrevivido. Me alegro de verte, y sí, el libro para primavera, aunque tenga que autoeditarlo. Buen viaje de vuelta, tengo que irme». Dijo: «Cielo, ¿ya te vas? Siempre escondes la cabeza como los avestruces. Gracias por la invitación. Ya me mandarás un ejemplar, soy tu fan número uno». Cuando salí a la calle sentí el corazón del cappuccino clavado en el estómago.
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