Irse

Rincones oxidados

 

Bajó la barbilla y se observó. Sus pechos enormes caían sobre una gran lorza que cubría otra mayor y embozaba el ombligo. Sacudió con abandono la ceniza en el extraño triángulo que dibujaban cada uno de sus muslos y el arco del váter y le pegó otra calada al cigarro. En la cama le esperaba un cliente. Apoyó la espalda contra la cisterna y continuó fumando con calma: nadie espera con ansia a una puta vieja. ¿O sí?

—¡Espeeeee, pero venga, nena! —Estrellita hacía sonar sus nudillos contra la puerta del baño. Después de todo lo llovido seguía llamándola «nena» y aún la requería de vez en cuando  para pasarle algún «encarguillo». —Espe, ¡un trabajo como los de antes! —Le dijo esta vez—. Al crío te lo terminas en un pispás. —Un trabajo como los de antes significaba que un padre llevaba a un muchacho a estrenarse. —Ya sabes, el padre quiere asegurase de que el nene no le ha salido maricón.

Espe aceptó el encargo como los aceptaba todos porqué cada vez eran menos y porque la retiraban un rato de la rotonda, del sifón y del cochambre de la colchoneta. Se hundió las carnes con una mano para no quemarse y tiró la colilla al inodoro. La brasa al apagarse hizo un siseo como diciéndole «Tshhh, olvida que se te están revolviendo las tripas». Espe intentaba olvidarlo y se distrajo un momento observando los zarcillos del humo en el aire, y pensó en aquellos tiempos: antes, antes, antes… antes trabajaban las dos en una casa lujosa, la una recibiendo a los señores, la otra atendiéndolos. Espe tomaba al muchacho de turno de la mano y lo subía lentamente por las escaleras para conducirlo a una de las habitaciones, mientras Estrellita suspiraba guiñándole un ojo al padre y le decía: «¡Ay, esas escaleras llevan al cielo!» Transcurrida la media hora pagada, Estrellita le devolvía el nene al padre, que ya lo veía hecho un hombre, pellizcaba la mejilla del muchacho y espetaba: «Anda, no me traigas más a este machote que la chica no va a poder trabajar en dos días». Espe soltaba siempre más o menos lo mismo, tanto si el muchacho había cumplido como si no. Y todos contentos. 

Pero eso era antes, cuando Espe era una chiquilla que se hubiera querido escapar de todo aquello. Irse, irse, irse, pero adónde y cómo. La decadencia no había hecho estragos en ellas dos únicamente. A la casa y a sus servicios también se le había envejecido el glamur. Ya no se servían copas, ya no se recogían los sombreros ni se colgaban los abrigos en los percheros; en las habitaciones se daban servicios siniestros de los que Espe ni sabía ni quería saber. A ella solo la llamaban cuando alguien iba demasiado corto de dinero para ser exigente. Clientes cutres que se conformaban con el pescado que había quedado por vender. Espe también se conformaba, se había hecho demasiado vieja para irse.

Estrellita abrió la puerta del baño.

—¡Anda, lávate, que ya te espera el muchacho! —La miró detenidamente e hizo una mueca. —Mejor con la luz apagada, si es que le sacas algo. Este es maricón sí o sí. —Espe tiró de la cadena del váter. —Tú ya sabes cómo funciona el tema, el padre está abajo. Le he asegurado que nadie mejor que «mi Espe» sabe lo que hay que hacer. ¡La experiencia es un grado, nena!

Estrellita cerró la puerta tras de sí mientras Espe se lavaba los sobacos y dejaba correr el agua en el bidé. Una última mirada al espejo. Con estas ojeras, los labios cuarteados, la frente labrada y el cuello arrugado —pensaba— tal vez lo que estoy es demasiado vieja para quedarme. Seguía con el estómago revuelto.

Espe entró en la habitación y le olió a rancio húmedo y a llanto; a impotencia y a mala hostia; a algún puñetazo soltado a traición que al muchacho, sentado en la cama de espaldas a la puerta, ya no le importaba disimular. El dorso desnudo denunciaba algunos golpes; los codos sobre las rodillas, la cabeza agachada y el gimoteo que no quería estar allí.

Los dos querían irse.

Espe le dio la vuelta a la cama y le acarició el pelo al muchacho. Se arrodilló trabajosamente ante él y con todo el cariño de que fue capaz le obligó a abrir los puños sobre sus rodillas. En uno de ellos guardaba algo y Espe encendió la luz para cerciorarse.

Irse…

Tomó la cuchilla entre sus dedos y le besó en los labios. Le empujó suavemente sobre la cama y se sentó a horcajadas sobre él. Dibujó unas carreteras transversales en los antebrazos del muchacho y unas vías de escape similares en los propios. Se estiró a su lado. El muchacho apoyó la cabeza contra su mejilla. Ella le desabrochó la bragueta. Él la besó en el cuello. Ella le acarició calmada. Él se agarró a sus enormes pechos. La sangre de ambos tomó caudales nuevos. Y se fueron.

Cuando Estrellita abrió la puerta pensó que, por primera vez en toda su carrera, no sabría qué decirle al padre.

 


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