A las cinco de la mañana, ella aún no ha perdido el aplomo. Mientras se da toquecitos suaves con la almohadilla del maquillaje alrededor de los ojos, intenta pensar en otra cosa, como si el desastre que ve en el espejo pudiera minimizarse. La memoria, caprichosa, la retrotrae hasta aquella comida en el restaurante. Ella se salpicó la blusa y corrió hacia el baño para frotar con ahínco la mancha con una toalla mojada, segura de que “en cuanto se seque, aquí no habrá pasado nada”; pero no: solo había conseguido un rodal húmedo más grande que, incluso antes de secarse, ya dejaba entrever que la mancha resurgiría más evidente, más grande, más acusatoria. Ese recuerdo no le hace ningún bien e intenta ahuyentarlo centrándose en extenderse el maquillaje sobre el párpado y el cuello. Se retira a un palmo del espejo esperando ver un resultado milagroso y dice “mierda” —bajito, para no despertarle a él— y chasquea la lengua para sí porque un azul verdoso indómito sobresale del marrón rojizo y se resiste a ser tapado.
Los moratones resurgen por más que ella haga, alineándose con él y no con ella, y le recuerdan quién manda aquí y la santa hostia que le va a meter como le replique y el puñetazo que le dio sin que ella se hubiera atrevido a abrir la boca siquiera; y mira la hora en el móvil y ya no le queda más tiempo para milagros, que van a ser las cinco y media y hay que salir pedaleando. Y recuerda que tal vez fuera aquel día en el restaurante, cuando volvió a la mesa con un rodal más grande en su blusa, cuando él le dijo por primera vez “¡eres una torpe, una inútil!”, la primera vez que utilizó “ese tono” que ahora quiere borrar hablándose a sí misma. Se dice que las del trabajo lo van a notar, pero si es que ya lo saben, si es que no es la primera vez, si es que estoy en boca de todas… y antes de salir del baño le llega una voz que sale del dormitorio “hoy te voy a buscar a la salida”. Una frase sencilla que, en otras casas, pronunciada por otras bocas, escuchadas por otros oídos, sonará amorosamente adormecida y servicial pero que en la suya encierra una amenaza y la paraliza. Hoy no, le contestaría ella, pero se lo calla, hoy era el día en que ella iba a largarse. Cierra los ojos doloridos y se apoya en el lavamanos, ve cómo el último rescoldo de aplomo huye por el desagüe y en el espejo ni siquiera encuentra la cara de un ratón golpeado y asustado, no: solo ve a la cobardía que le encadena a la ratonera.
¡Ojalá las dos de la tarde no llegaran nunca!, se dice sin saber, porque aún no puede saberlo, que todo lo anterior no es, ni de lejos, lo peor que le va a suceder hoy.
En el aparcamiento se encuentra con las primeras compañeras para las que consigue que los moratones pasen desapercibidos, aún es de noche, las farolas rezuman luz más que la lanzan, hace frío y se levanta el cuello del anorak del que sobresale un cuello de lana en el que puede enterrar parte de la cara. Cuando entre en el trabajo la luz será más expeditiva, aunque mientras cambie su ropa por el uniforme azul, la puerta abierta de la taquilla será una aliada momentánea. Luego ya, cuando se incorpore a su puesto, todas lo verán, verán los morados y verán su esfuerzo por esconderlos. El encargado verá que va maquillada, aunque no está permitido, y hará la vista gorda. Todo el mundo la acogerá en su silencio y en su disimulo, no tiene malas compañeras, ninguna aprovechará para hacer leña del árbol caído. Solo Matilde está realmente pendiente de ella, y la sigue hasta al baño. La increpa con la confianza de quien ha estado siempre ahí para ella, de quien recurre a ella también en los malos momentos. Amigas inseparables, para lo bueno y para lo malo. Matilde la toma por el codo y le recoge con cariño un mechón dentro de la gorra, le enciende un cigarro y se lo colca en los labios, “hoy es el día, hoy te vienes conmigo”, ella resuella entre lágrimas y mocos “hoy-viene-a buscarme”, “¿cómo? Pues te vienes igual”, “me mata, si me voy, me mata”, “oye lo hablamos con las demás, con todas no puede. ¡Hoy tú te vienes conmigo! “.
Ella deja resbalar su cuerpo por las baldosas blancas del baño hasta sentarse en el suelo. Nunca había tenido tanto miedo. “No me voy contigo, Matilde, hoy me mata” y aprieta los puños clavándose las uñas en las palmas de las manos “nena, que sí, ya verás, no estás sola, ¡nena, no estás sola!”. Ella le pega una patada a la puerta. Si alguien lo viera la sancionarían, pero ya nada le importa, solo grita como un animal hambriento sin comida ¡Ojalá nunca lleguen las dos de la tarde!
Parece que hay un apagón, una avería tal vez. Es extraño, realmente hace mucho que no ocurre, la misma empresa genera su propia electricidad. Matilde le dice “perfecto, así llegamos a la cadena de montaje y nadie se dará cuenta de que hace bastante que faltamos”; sin embargo, a ella, el apagón le da un escalofrío. Durante unos segundos, justo en el momento de darle una patada a la puerta, le ha parecido que no solo descargaba su rabia e impotencia, sino también que era su propia oscuridad la que erupcionaba y trascendía. Si alargaba la mano para tocar la oscuridad del exterior notaba que tenía la misma textura que la de su interior y la misma densidad si la respiraba porque esa oscuridad parecía haber salido de ella. De repente, y por primera vez, había una comunión entre ella y el mundo por el que transita buscando la débil luz de emergencia para encontrar la puerta de salida.
Cuando llegan al taller vuelve la luz, ha sido un apagón corto de los que no les dan cancha a los huesos ni a las cervicales, las compañeras sueltan un “¡ohhh vaaaya!” y se reincorporan cada cual a su tarea. Ella mira la hora, la una y media. “Por Dios, ¡que nunca den las dos!”.
El tiempo es el peor enemigo del hombre. El tiempo que en verdad no cura nada es cruel y caprichoso y nunca corre a favor de quien mira el reloj. Si tienes prisa va despacio, dilata los segundos como si fueran minutos y los minutos se arrastran como si fueran horas. Si quieres que nunca llegue el tren que se lleva a tu amante o un hijo a la guerra, el tiempo vuela. Si estás esperando la mejor noticia de tu vida, si quieres que sea la hora de salir del trabajo por que ya no puedes más, se vu-el-ve len-to, pa-re-ce im-pa-si-ble, la hora deseada no lle-ga nun-ca.
Sus compañeras miran el reloj aliviadas, ya solo falta un cuarto de hora y se largan a sus casas. Es el peor rato, cuestan más de pasar los últimos minutos que las ocho horas del jornal, es aconsejable no mirar el reloj a menudo. Aprietan las últimas tuercas con la alegría de quien ya se va, se buscan conversaciones socorridas y recurrentes, casi cada día las mismas para empujar el tiempo ¿Tú que tienes hoy para comer? ¿Qué vas hacer esta tarde? Y miran la esfera colgada de la pared, solo faltan diez minutos.
Ella también mira la esfera aterrorizada porque efectivamente solo faltan diez minutos para que toquen las dos y, angustiada, espía el reloj a cada poco hasta que ya son menos cinco.
Y aprieta los puños con todas sus ganas. Y su oscuridad se hace más densa, menos respirable, un alquitrán pegajoso pegado a unos pies descalzos, y ella busca desesperadamente una pequeña luz que le indique la salida, es como buscar a lo lejos un faro mientras tragas agua… lo importante es no soltarte de la tabla, “agárrate fuerte, fuerte, fuerte, más fuerte y… por todos los demonios… ¡Que no den las dos!”.
Matilde no deja de observar a su amiga y sufre por ella. Mira el reloj de reojo como todas y también ve que faltan cinco minutos para las dos, pero diría que ya hace mucho que eran menos cinco. Es un efecto muy cotidiano del transcurrir del tiempo, pasa a menudo, parece que, cuanto más lo deseas, las manecillas no se muevan. Esta vez, sin embargo, algo está sucediendo realmente: la gente consulta el reloj y se empiezan a observar las unas a las otras, continúan siendo menos cinco, ¿No hace ya mucho que son menos cinco? Objetivamente dirían que se ha parado el tiempo.
Las piezas metálicas siguen su curso por la cadena de montaje, pero ella no sujeta la que le toca, ni la atornilla, tiene los brazos en alto con los puños apretados. Matilde es la primera en darse cuenta, pero se dice que es de locos, su sospecha es a todas luces estúpida. El tiempo se alarga, todas están realmente cansadas, los cuerpos duelen, las piernas duelen, los hombros duelen ¿Qué pasa que no dan las dos? El encargado mira a través de la ventana, al otro lado del pasillo, en las otras áreas de montaje, la gente también continúa trabajando, también está desconcertada, confundida. Su mirada se cruza con la del encargado del otro taller y ambos se van apresurados a abrir la puerta de salida, aprietan el botón para que la puerta se eleve. Imposible, nada funciona, están atrapados. Intentan llamar por teléfono, las pantallas no se encienden y en la esfera de la pared no ha pasado el tiempo, siguen siendo las dos menos cinco.
Algunas mujeres empiecen a sollozar “¡Dios mío, no puedo más!”. “¡He dejado a mi hijo con fiebre en casa!”. “¿Qué mierda está pasando?”. Aquello ya no es una broma del tiempo caprichoso, realmente el tiempo se ha parado. Matilde es la primera que se le dirige porqué es la única que sospecha de ella. “¡Nena, para! ¡Para te he dicho! ¡Que pares, joder!”. Todas lo ven y dejan de trabajar, dejan que las piezas de la cadena de montaje sigan su circuito sin añadirles lo que corresponde, y solo miran a las dos chicas, una con los puños apretados en alto, con una negrura inusitada en la mirada y mirando el reloj como si pudiera desintegrarlo; la otra la zarandea. De repente Matilde grita “¡Es ella, ella lo hace! ¡Que pares, hostia!” Y es Matilde la primera que busca un objeto contundente y se lo estrella contra la cabeza y la primera que la sacude repetidamente. Luego se añaden las otras, entre todas le pegan con saña, con rabia, con la falta de pudor que da el miedo.
Ella las ve salpicadas de rojo y antes de cerrar los ojos piensa que su sangre les dejará, a todas, un rodal enorme.
Y dieron las dos.