William Castle y el terror de serie B

Los lunes, día del espectador


William Castle con uno de sus monstruos cinematográficos.


Hay gente que asiste a las sesiones de magia intentando desvelar el truco, pues teme pasar por tonto si se deja engañar. Ya sabemos que es imposible serrar por la mitad a una joven encerrada en un cajón, pero si no fingimos ignorar las leyes de la física y la biología perderemos la oportunidad de maravillarnos con la actuación del mago. Algo así sucede con los que van a ver películas de miedo y ridiculizan lo que ven en la pantalla. Con su actitud se privan justamente de lo que iban a buscar: el susto. ¡Por supuesto que una balsa de sulfúrico no se merienda a una persona en tres segundos! Pero es fundamental creer en lo que vemos en la pantalla para poder gozar con la película. El cine es una industria, un medio de expresión y un arte, pero también un recurso que entretiene a la gente, la hace reír o llorar, la emociona y aterroriza. Para eso están los westerns, thrillers, melodramas, películas de miedo y, en general, el cine de complemento, del que fue un especialista el estadounidense William Castle (1914-1977).

Se abre el telón: aparece un tipo de mediana edad, fumando un puro y bordando con aguja e hilo en un bastidor. Es William Castle. Ya le conocemos de otras producciones. A la manera de Hitchcock, le gusta presentar sus películas con sorna. En esta ocasión, se dirige a los espectadores para decirnos: «Los más intrépidos de ustedes recordarán nuestras anteriores incursiones en lo macabro. Las visitas a casas embrujadas, los escalofríos y fantasmas. En esta ocasión, les presentamos un cuento aún más extraño: la historia de un encantador grupo de personas que resultan ser… homicidas». Entonces, da la vuelta al bastidor y nos enseña un primoroso bordado donde se lee Homicide, rodeado de pistolitas y floripondios, y que no es otra cosa que el título de la película. ¿Humor negro? Las películas de William Castle, al menos las que desde 1958 dedicó al cine de terror, navegan con entre el susto y la risa sardónica. Pregunten, si no, a El Barón Sardonicus (1961), filme del mismo año que Homicidio.

Se abre el telón: aparece William Castle para advertirnos que vamos a presenciar un terrorífico relato sobre profanadores de tumbas. Como veremos, el argumento no puede ser más delirante: un afamado cirujano, capaz de curar niñas inválidas con toallitas calientes, acepta acudir a la mansión de Mr. Sardónicus para intentar dar nueva vida al paralizado rostro del barón. A lo largo del filme descubriremos que Sardónicus profanó la tumba de su padre para recuperar un billete de lotería premiado. ¡Ah!, ¡la avaricia que rompe el saco y deja su huella indeleble en el rostro del hijo avariento! Hacia el final de la proyección, William Castle vuelve a escena y solicita un veredicto para Sardónicus. Si la tarjeta que cada espectador ha recibido a la entrada apunta con el dedo pulgar hacia arriba, se exculpará a Sardónicus. Pero si los espectadores deciden que Sardónicus es culpable, el malvado individuo pagará sus crímenes con un castigo escalofriante. ¿Quiere usted protagonizar un acto de sadismo, cómodamente sentado en su butaca del cine? ¡Enseñe la tarjeta con el dedo pulgar hacia abajo! Se comenta que Castle estaba tan convencido del veredicto de los espectadores que no se molestó en filmar un final alternativo.

Las películas de Castle se hicieron famosas por los trucos publicitarios que acompañaban su exhibición. Se dice que los espectadores de Macabre (1958), la primera de sus películas de terror, fueron asegurados al entrar en la sala por si alguno moría de miedo durante el pase. En La Mansión Embrujada (House on Haunted Hill, 1959), Castle ideó la aparición de un esqueleto sobre el patio de butacas en uno de los momentos de mayor tensión del filme. En Escalofrío (The Tingler, 1959), mandó colocar terminales eléctricos en algunas butacas del cine, para lanzar pequeñas descargas sobre la espalda de los espectadores y reforzar el efecto de determinadas secuencias de la película.

The Tingler (Escalofrío) es, quizá, una de sus creaciones más extrañas e interesantes. Escrita con Robb White, un autor de novelas de aventuras que colaboró con Castle en cinco producciones, la película plantea la existencia de un bicho que habita en el interior del organismo y se activa en los estados de terror. El bicho puede agarrotar la columna vertebral del humano y quitarle la vida si no se libera de la tensión a base de gritos. Cuando alguien aterrorizado grita, el monstruo pierde virulencia. Castle nos lo avisa al comienzo de cinta: «Algunas personas son más sensibles que otras al horror. Pero no se alarmen, pueden protegerse. En el momento que sientan una sensación de angustia, pueden aliviarse de inmediato… gritando. Y no se avergüencen de abrir la boca y soltar todo lo que lleven dentro. Piensen que la persona que está sentada a su lado, probablemente, también gritará». En The Tingler, el argumento se retuerce al máximo cuando el terror lo experimenta una mujer muda que no puede gritar y, por tanto, tampoco puede deshacerse del bicho. Me imagino a Robb White y William Castle tronchándose de risa mientras ideaban barbaridades como esta para rellenar sus guiones.

Se abre el telón: un hombre casado se lleva a casa un ligue que acaba de conocer. Es de noche y no espera que su esposa vuelva hasta el día siguiente, pero esta regresa en un tren nocturno. Es Lucy Harbin, una mujer de armas tomar. Este es el inicio de Strait Jacket (1964), que aquí se llamó El caso de Lucy Harbin. Cuando Lucy descubre a su marido en la cama con una intrusa decide emprenderla a hachazos con ambos, ante la mirada horripilada de su hija. Tras unos minutos de alaridos, camisas de fuerza y manicomios, se abren los títulos de crédito y da comienzo propiamente la narración, escrita por Rober Bloch (el autor de Psicosis): la loca vuelve al domicilio familiar, veinte años después, para convivir con su hija, su hermano y su cuñada. La protagonista es una Johan Crawford masculinizada que prolonga el éxito que obtuvo con ¿Qué fue de baby Jane? (1962), la película de Aldrich que inauguró el subgénero de viejas actrices recuperadas protagonizando papeles siniestros. En poco más de 80′, El caso de Lucy Harbin plantea, anuda y desenlaza un montón de pasiones humanas, agravios y venganzas al servicio del horror (y el goce) del espectador sin manías.

Poco después, Castle aprovechó el tirón de Joan Crawford para darle un papel secundario en Jugando con la muerte (1965), una película sobre adolescentes estúpidas que gastan bromas por teléfono y conectan por azar con un psicópata que acaba de matar a su mujer. Es una película deliciosa que incluye una nueva versión del asesinato en la ducha de Psicosis, con una brutalidad que para sí hubiera querido el director inglés. Por algo Castle fue considerado «el hermano pequeño de Hitchcock».

A lo largo de su extensa trayectoria, William Castle dirigió y produjo más de 56 títulos. ¡Fue incluso el productor de La semilla del diablo, de Polanski, en donde aparece en un papelito! Hubo años en que llegó a filmar hasta 8 películas, de diferentes géneros y aprovechando decorados y utillaje de otros filmes, y siempre poniendo en marcha ideas imaginativas y delirantes. La última de sus incursiones como director, Shanks (1974), cuenta la historia de un marionetista sordo que resucita cadáveres y los usa para vengarse de aquellos que le han causado daño. Una bonita idea protagonizada por el mimo francés Marcel Marceau.

Se cierra el telón.

William Castle fue un director de complemento, un telonero de las sesiones dobles de los cines de barrio. Con cuatro perras y un extra de imaginación supo interesar a millones de espectadores en todo el mundo, y hoy, cuando lo que priva es la exigencia estética, me gusta reivindicar su cine como arma de diversión. ¿Quién puede dar más invirtiendo menos?