Lo tuyo es un vicio, ya lo sé. Tú también lo sabes. Como fumar o beber, te dices quitándole importancia, que cuando quieras lo dejas. Sólo si eres muy honesta, cuando tienes la cabeza fría y el ansia es poco más que un hormigueo, reconoces que deberías plantearte seriamente dejarlo. Temes que se te esté yendo de las manos. La solución es librarte del vicio antes de que empiece a ser peligroso. Pero no va a poder ser ahora. Finges que todavía no quieres, pero lo cierto es que ya no puedes.
—Tú tampoco.
Tampoco.
—Tú tienes parte de culpa. Me empujas. Deja de escribir que recaigo. Eso me ayudaría.
Confieso que te empujo. Empujarte, tal vez me reconforte.
Te paras delante del pub y hueles el aire que sale de la cueva, como una loba, a traguitos cortos snuf, snuf, snuf y se te ensancha el pecho. No tienes dudas. Has encontrado un buen lugar y entras pisando fuerte, con los tacones altos, el vestidito corto, las pinturas de guerra, un tambaleo fingido, derrochando sonrisas, rozando a la gente…
—Eres un salido.
Y tú una fresca con hambre.
—Soy como te gusto.
Te dices que solo vas a entrar, que te tomarás una copa y para casa. Ni siquiera permitirás que te inviten. Te mientes.
El pasillo de la entrada es oscuro y tú bajas por su pendiente olvidando lo que te has dicho delante del espejo. ¿Qué te has dicho?
—Me he jurado que voy a dejarlo. Que no lo haré más.
Pero has jurado en vano, sin hacer una prospección honesta de tus recovecos oscuros, menoscabando tu capacidad de mentirte, sin censar tus propias trampas y mentiras para evitar caer en ellas. No se puede vencer el deseo sin previamente agarrarlo y tirar de él, arrancándolo de raíz, escudriñando sus capilares, familiarizándote con la sustancia que babean. Para mantenerte firme necesitas saber de qué es capaz tu subconsciente escapista para desatarse de tus buenos propósitos.
Si no, estás perdida. Vuelves a las andadas.
Y te pierdes.
Ya te has perdido.
—Hipócrita, mezquino. Mientras escribes que me pierdo tecleas excitado, escondido en ese cuarto mínimo donde la vida no alcanza a cubrirte. Siempre seguro de que haces pie. Cierras la puerta con suavidad, sumiso, suplicándole que la respete, que no la abra. Necesitas silencio. Tu espacio ¿Tan difícil es de entender? Ni siquiera eres suficientemente hombre para cerrarla de un portazo. Y dime ¿Qué ocurre cuando ella no respeta la puerta cerrada? ¿Te mira por encima del hombro? ¿Chasquea la lengua? ¿Te ningunea? Vamos, chico, cada cual que reconozca lo suyo. Tu mujer nunca te ha respetado, ni ha confiado en ti, ni en tu talento. ¡Vaya braguetazo el tuyo! Esa zorra te ahoga. Deberías deshacerte de ella. Sería en legítima defensa. ¿Quieres que me encargue?
Hay un taburete vacío en la barra, pero no lo escoges por eso. A lado y lado dos grupos de hombres hablan animosamente: ése es el motivo.
Tu visor detecta el lenguaje corporal de los machos: sueltan carcajadas ruidosas y se rodean los cuellos con los brazos, atrayéndose hacia sí. Ya han bebido bastante. El alcohol los macera y ablanda. Uno de ellos le golpea el pecho a otro con la palma de la mano y éste le responde con un puñetazo de juguete en el hombro. Te acercas a donde están sin mirarlos. Te recoges un mechón de pelo detrás de la oreja, marcando su sinuoso recorrido con el dedo corazón. Apoyas calculadamente las manos en el taburete, tamborileando los dedos en los bordes y encaballas el talón en el apoyapié. Inclinas tu cuerpo hacia la barra, pero sin acercarte lo suficiente. Llamas al camarero que, exactamente como pretendes, no puede oírte. Levantas ligeramente tus nalgas y llevas tus hombros hacia adelante. Una de tus posibles víctimas se detiene a medir esos cuatro dedos justos y precisos que distan entre tu culo y el granate del escay y lo comunica al resto con un levantamiento cómplice de cejas. Ellos se chupan la punta de la pupila y te puntean: ¡Visto!
Ya está. En el anzuelo hay suficiente carne.
El camarero acerca el oído a tu boca y tú le haces el pedido agarrándole el antebrazo con firmeza, deslizando el pulgar por su tatuaje. Todos lo ven. Él no va a molestarse. Va a sonreírte. No tardará en traerte lo tuyo. Entre tanto, te sientas. Te acomodas. Dejas claros los términos del juego para que no haya equívocos: vas a consumir allí, has venido sola.
Notas como varios de los hombres hinchan el pecho. Otros, en cambio, estrellan sus miradas contra el fondo del vaso. La breve ilusión de tenerte se les ha hecho añicos. Las chicas como tú nunca estáis a su alcance. Ahora esperan ansiosos que otra mujer, con un desespero más a la medida del suyo, cruce la puerta del bar. Mientras tanto, piden otro whisky que les ayude a bajar el listón de sus expectativas.
Ya no hay vuelta atrás.
—Sucumbir es sensual. ¿No estás de acuerdo?
Lo que realmente te excita es comprobar cómo la presa se distingue de la manada, erigiéndose cazador, y se te acerca. Tú parpadeas, tonteas, te ofreces, dejas que te olisquee, asientes. Va a llevarte hasta el callejón guiándote con su mano apoyada en tu culo, para que el resto interprete que va a colgar tu cabeza en su pared; Se relamen envidiosos imaginado tu cara disecada con la expresividad de una muñeca hinchable y esa boca dibujando una eterna O.
—En el fondo, los que se quedan sentados en el bar son los afortunados. Pero no lo saben.
Tu presa tampoco sabe que no va a salir viva del callejón. Nunca salen vivos.
—De eso se trata. Ahora es cuando explicas con todo lujo de detalles como lo he matado ¿Vas a hacerlo? No lo hagas, aunque solo sea por esta noche.
Está bien.
Una vez satisfecha tu sed, el placer se torna dolor y te reprochas haber sucumbido. Como siempre. Como siempre. ¿Cuándo vas a dejarlo? Te preguntas.
—No, esta vez me pregunto ¿Cuándo vas a dejar tú de cargarte personajes? ¿De inventarte asesinos? ¿De fabular para escapar? ¿Cuándo vas a tener valor de reconocer que aporrear las teclas no es la solución? Reconoce que a lo sumo consigues fantasear un rato mientras la idea de matarla, de una vez por todas, se amartilla en tu cabeza.
Cualquier día lo hago. Lo hago de verdad.
—Hoy puede ser “cualquier día” ¿Escuchas? Alguien está abriendo la puerta.