Velas

Rincones oxidados

 

Amaneció, pasada la media mañana, bajo la lluvia de las mangueras. Apenas una luz floja parida milagrosamente entre los últimos estertores del incendio. Los vecinos empezaban a creer que aquella noche no se iba a terminar nunca cuando los bomberos, por fin, lo anunciaron con solemnidad queda: –El fuego ya está controlado– inclinando las cabezas encasquetadas hacia las botas–, … se ha cobrado una víctima. Un cuerpo sin identificar– roblaron.

A pesar de que el humo se licuaba en el aire nadie respiró aliviado. Rafael, sintiéndose incluso peor, dejó a su cuerpo caerse, más que sentarse, en el borde de la acera; los brazos rendidos, las manos laxas a los costados, las cuencas hundiéndose incapaces de ver cómo la luz se abría paso deshilachando los retales de bruma a manotazos. Rafael, todo, se deshinchó exhalando el nombre que le atormentaba: “Rosina. La señorita Rosina”.

Tuvo un pálpito desde el primer instante. Y como si el incendio hubiera empezado en su estómago, en cuanto olió el humo echó a correr en dirección al fuego con la precipitación de quien se cree a tiempo de hacer algo que evite el desastre. Echó a correr incluso mucho antes de que se oyeran las primeras voces de alarma, de que los vecinos hormiguearan sin tino por la calle y los patios comunitarios. Pero los hechos ganaban terreno y las llamas se comieron el edificio a una velocidad ejecutiva; con el hambre avara de un banquero.

Desfallecido, se preguntó si no podría haber evitado su muerte. La vio la tarde anterior, reflejada en el espejo del colmado. Robando. Robando como muchos otros días. Aprovechaba la hora en que los críos salen de la escuela y se arremolinan, veloces como el demonio, en la zona del mostrador destinada a las chuches, para perpetrar sus pequeños hurtos. La principal preocupación de Rafael era, entonces, evitar que los niños lo manosearan todo y distrajeran alguna golosina hacia los bolsillos. Era el momento en que ella le creía distraído, ocupado en otra cosa.

Rafael, simplemente, miraba hacia otro lado.

Miraba hacia otro lado sin perder nada de vista y atendía: –Siento lo de tu madre, Faelíto–… le decían las clientas del barrio mientras el escáner escupía una retahíla de bips agudos y menguantes como el tamaño de las compras, cada día más escasas. Y entre bip y bip Faleito le echaba un ojo al espejo cómplice, como si el gesto se hubiera convertido en un tic sincopado.

Aquella misma mañana Rafael había vaciado los armarios de su madre, desnudándolos de vestidos, abrigos y manteletas; bolsos y pañuelos; mudas por estrenar y roñosas. Las dispuso dentro de bolsas y con ánimo administrativo las distribuyó mentalmente: lo más nuevo para el Centro del barrio “alguien lo aprovechará” y lo castigado por el uso al contendor. Le asaltó un atisbo de emoción y se sorprendió. Dejó reposar unos segundos sobre sus palmas las zapatillas de su madre: menudas, de estampado incierto, gastadas por los talones, agujereadas por los juanetes. La única dolencia que tuvo en la vida aquella insondable mujer que Dios se llevó, en un acto misericordioso hacía él, fueron esos malditos juanetes que la atormentaron y la humanizaron a un tiempo, sin que ello consiguiera mejorar la vida de ninguno de los dos. Esperó el llanto en silencio y no llegó. Esperó al remordimiento y tampoco lo hizo. Así que cuando tiró aquellas zapatillas al contenedor, cerró la tapa de un golpetazo dando el trámite por terminado. Se limpió las puntas de los dedos en los vaqueros y dejó la peste atrás.

— Que Dios la tenga en su Gloria, Faelito…

Bip, bip, mirada escrutadora al espejo, bip, bip.

— Sí, doña Anselma, esto no va a ser lo mismo sin ella.

Y aquel día decidió que sería el último. La esperaba. La iba a sorprender robando, la vería, seguro, reflejada en el espejo. Su propia madre mandó colocarlo en el pilar, convirtiendo aquel mastodonte inútil en una especie de cíclope que todo lo ve gracias a su ojo de cristal convexo. Un faro con el que echar luz sobre los puntos ciegos del colmado y dificultar así los pequeños hurtos que tanto obsesionaban a la mujer. Y lo aleccionó: «Faelito, ese espejo es un punto más estratégico que el Peñón y no hay que perderlo nunca de vista».

De hoy no pasa. Si la volvía a pillar robando, se iba a enterar, por mucho que le doliera.

— Ay, Faelito, qué desgraciaaa pero para vivir sufrieendooo…

Bip, bip, bip

— Sí, doña Pura, se acabó el sufrimiento…—espetó el tendero sin mencionar la muerte súbita que se llevó a la vieja y de la que todos estaban al corriente, incluso doña Pura.

La señorita Rosina llegó al fin, escrutando el interior del colmado desde su pequeñez, a través del cristal de la puerta, los ojos mustios colándose entre los adhesivos que anuncian turrón desde una campaña antigua. Entró delatando su presencia con un buenastardeessss obligado por la educación, obviado por las clientas y por el escáner. Pero del que él y el cíclope desde su atalaya tomaban buena nota.

Se movió sigilosa por los pasillos, arrastrando los pies y las dificultades, pero envalentonada por el anonimato, por el injusto olvido de todos, del que ahora se valía. Sin embargo, la vieja profesora era alguien inolvidable para Rafael: la señorita Rosina, su maestra. Jubilada ya desde ni se sabe y por la que había sentido un primer amor reverencial. Ella, que nunca, ni siquiera cuando asía su cuerpo menudo de niño linchado en el patio y le sonaba los mocos susurrándole “venga” y le subrayaba con su índice pulcro, coqueto, pintado de rosa las líneas que leían juntos “Mi mamá me mima mucho”, ni siquiera entonces, ni jamás, le llamó Faelito.

Aún así, aquella tarde le parecía poder atender solo a la voz de su madre, que nunca le mimó demasiado, “de hoy no pasa Faelito” y Rafael decidió tomar cartas en el asunto. La vio en el espejo, cerca de las estanterías donde se almacenaban las bolas brillantes y las estrellas de purpurina; las coronas de piñas, los esprays de nieve y los árboles sintéticos. La anciana se paró a la altura de las velas. Y las tomó. Las escondió bajo el abrigo. Rafael buscó la imagen delatora en el cíclope, pero el espejo le devolvió una mirada cobriza en los bordes, oxidada, de chivato viejo y harto. Y a Rafael le entró en los huesos el frío del invierno que alentaba la tienda y le humedecía la bata almidonada y se preguntó cómo pasaba las noches crudas doña Rosina, con qué se calentaba, y la voz de su madre le gritó con voz de ultratumba “Faelito” y quiso levantar un dedo para decir “la he pillado” y se derrumbó ante la mirada avergonzada de su profesora, la que siempre le llamó Rafael. Y bajó los ojos derrotados hasta el suelo. Y los bajó sin aliento hasta los pies de su antigua profesora, hasta sus zapatillas pequeñas, de estampado impreciso, aplastadas por los talones, agujeradas a la altura de los juanetes, rescatadas de la basura.

Y se le volvió a meter por las narices toda la peste del contenedor.

Rafael no pudo hacer más que mirar hacia otro lado, hacia uno nada esperanzador. Su antigua maestra se iluminaba con velas. Incluso, quién sabe si se calentaba con ellas. Quizás fuera algo peligroso además de miserable, pensó, imaginándosela torpe, provocando un incendio, sin poder correr para salvarse. Incluso renunciando a hacerlo. Y tal vez fuera lo mejor.

Y miró hacia otro lado.

Ahora, sentado en la acera, mientras amanecía de mentira, se sentía culpable y dejaba desembocar, sin pudor, los riachuelos sucios de lágrimas entre las manos.

—¡Venga, Rafael!

El cuerpo menudo de la vieja maestra se apoyó en su hombro para ayudarse y se sentó a su lado, en la acera, como lo hiciera, otro tiempo, en las gradas de cemento del patio.

—¿Se sabe ya de quién es el cuerpo?

Rafael no supo qué contestarle, pero se alegró de que hubiera conseguido unas zapatillas mejores.


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