Al cumplir los dieciocho años mi padre me pagó las clases y la matrícula para sacarme el carnet de conducir. La condición era que previamente yo debería haber aprobado todas las asignaturas de primero de derecho. No lo hice, no fui ni a una jodida clase de aquella facultad fascista de los 70. Lo que sí hice fue falsificar las notas en cada papeleta: romano, político, natural, historia del derecho y no sé qué más.
Yo era el primer universitario en una familia burguesa desclasada. Mi abuelo fue oficial de notaría, tuvo cinco hijos varones, montó una gestoría y allí empezó a trabajar con sus dos hijos mayores, uno de ellos mi padre. Él contó todo orgulloso que su hijo ya casi era abogado. Era un hombre inocente y bueno, dominado por un clan matriarcal del que no escapaba nadie. Mi abuelo se enteró, no sé cómo ni importa aquí, de que todo era una mentira y tuvo la sutileza de comunicarse conmigo a través de la secretaria de mi padre para que me dijera que o se lo contaba yo o se lo decían ellos al día siguiente.
Literalmente se me cayó el alma a los pies. Esperé a la noche, a la hora de la cena. Cuando se lo dije, su cara abandonó toda expresión; hasta la televisión en blanco y negro dejó de oírse. Mi madre y mi hermano pequeño desaparecieron difuminados por la noticia y quedamos en el escenario él y yo. La traición, toda una tragedia griega. Se levantó como sonámbulo, solo dijo:
— Vamos a dar una vuelta en el coche, ven conmigo.
En el ascensor miraba al techo y apretaba los puños; yo permanecía callado. Subimos al coche, me pidió que condujera. Era un Seat 1200 sport blanco. Cogimos la carretera de Madrid, él fumaba sin parar y me miraba con los ojos empañados. Yo seguía la recta que bajaba hacia el pueblo de Chiva, carretera con dos carriles en doble sentido, camiones de frente con luces de colores en los lados. En plena bajada, con el motor a 4.000 revoluciones, puso su pie sobre el mío y apretó el acelerador, su mano en el volante y girando hacia la izquierda, un Pegaso de frente, tenía que reaccionar porque era una muerte segura. El camión ponía las luces largas, lanzando destellos constantes, se desvió a su derecha, ya no le quedaba carretera, íbamos a chocar de frente con una mole de 20.000 kilos. Le di un codazo en la cara y se apartó dolido, evité el choque frontal por un palmo, el coche se puso a dos ruedas y volvió a caer sobre el arcén, acabamos en un campo de viñas entre una nube de polvo. Le miré y vi que estaba sollozando con las manos tapando sus ojos. Yo no pensaba en nada, solo entendí sin traducirlo en palabras que mi padre era un hombre torturado, que prefería morir conmigo a enfrentarse a sus fantasmas y que yo nunca mas volvería a tener familia.
Cuando llegamos a casa me dijo:
— Esta noche no ha existido, hijo— Y la palabra hijo sonó como una bofetada en la cara de un niño. En ese momento algo se me rompió por dentro. Y comprendí que todo lo que me habían enseñado no servía para nada. Que todo era humo, meras apariencias, un castillo de papel sustentado en el aire. Y que desde ese día tenía que empezar a entender la vida por mí mismo.