Un perrito labrador ladrador pasea todas las mañanas a su dueño por la acera delante de mi casa. Le enseña a enseñar los dientes a otros perros y a pararse en las farolas y en los portales, a olerlos y mearlos, a cagar y cargar con la mierda hasta la papelera de la esquina. Luego se van, con sus cosas, a otras calles.
A veces pienso que en ellas se entrenan en otras tareas. Por ejemplo, podrían jugar al ajedrez en el descampado junto a las vías, o buscar fósiles jurásicos por la orilla del río Sil. Silbarán bandas sonoras de películas en el puente del castillo. Construirán aeronaves sobre los empedrados del casco antiguo.
Escribirán escritos, cartas y poesía, en la plaza del ayuntamiento mientras critican al alcalde alcaldesa, sí, a esa. Diseñarán robots y redes sociales socialistas en un oscuro peregrinaje por las redes del alcantarillado.
«Alcántara, el puente, alcantarilla, la tierra del puente…» Tal vez reciten en árabe clásico los algoritmos de su software. O no, y sólo se miren a los ojos con complicidad cómplice cuando descubran encubiertos misterios en los bancos de los parques. Porque son lugares misteriosos, los parques. Y los bancos.
Crearán teorías filosóficas al saludar y olfatear el culo de los conocidos y plasmarán los resultados estadísticos junto al estadio de fútbol.
A lo mejor confluyen con otras parejas que fluyen, también, en el centro comercial, y saciarán así su ánimo capitalista, con compras innecesarias de, digamos, detergente. Seguramente harán, con él, aquelarres de espuma y gatos negros, y cabras macho… cabrones, bailando desnudos a la luz de la Luna al lado de la carretera del hospital.
Ya vuelven, con sus cosas, a mi calle aburrida de farolas y portales. A sus clases de dientes y orina, a cagar y cargar el deshecho… hasta la papelera de la esquina.
A veces pienso que tengo que salir, ver cosas, cambiar de barrio… Miro al cielo. Parece que va a llover… agua… agua… guau.