Cambia el tiempo y todo lo demás sigue igual en el barrio. Mariló ya no viene por el bar de María porque le debe veinte euros y dice que no puede pagarle. Ahora va a la plaza y se sienta en un banco enfrente del Monteluna de donde coge el wi-fi y se lleva una bolsa con cervezas calientes de Mercadona a 0.25 cts. la lata. Se está bien bajo la sombra de las moreras que forman un paraguas vegetal sobre la plaza y el parque infantil con un tobogán de colores y caballos con muelles. La invito a un tercio frío y se sienta en la mesa. Al Kali, su marido, le han caído dos años que cumplirá porque tiene antecedentes de sobra, le quedan siete meses para poder pedir permisos de salida. Me lo cuenta llorando, pero en todo el tiempo de preventiva no ha ido a verlo ni una vez. Solo se comunican por carta. La farlopa que dejó el Kali se la ha pulido en cerveza, juego y tabaco. Ya saldrá del trullo y veremos.
Me harto de Mariló y de sus lágrimas de cocodrilo y me voy a ver a la peña del bar de María Chen. Es pronto y las sillas vacías relucen en la tarde como descansando del peso de tanta desgracia narcotizada en alcohol de garrafa. Se respira bien a esta hora con luz de tormenta que anticipa olor a asfalto mojado y ozono. Cuando se hace de noche, las farolas encienden este pequeño teatro. Llega Óscar. Lleva el pelo largo y liso peinado por detrás de las orejas en tupidas olas blancas. Él cree que todavía es rubio. Se sienta conmigo y me ofrece un Camel de los dos paquetes que se fuma al día. Luego le dejo que me cuente sus cosas. Está tan necesitado de afecto como un gatito recién nacido. Es un niño perdido de cincuenta y siete años que vive gracias a su padre, empresario de la cerámica que tiene complejo de culpa por este hijo al que trató de dar una educación burguesa y cara. Colegio El Pilar hasta bachiller y cuando lo expulsaron a los quince por fumar marihuana en el patio además de no aprobar ni una y pasar de curso por las generosas aportaciones de Porcelanas Semper, le llevó a un colegio americano de lujo a vegetar hasta que aguantara, que no fue mucho. El psicólogo le dio un informe con probable trastorno de la personalidad narcisista y bipolaridad.
En los noventa Óscar se enganchó a la heroína y lo contrataron de portero de discoteca. Es grande y fuerte como un luchador de sumo y me habla con la mirada perdida y el cigarrillo entre los dedos. Mañana tiene que ir a La Fe para que le den la metadona de este mes. Lleva veinte años con la metadona, aparte del Deprax y benzodiacepinas diversas. Lo cuidan sus dos hermanas del Opus no porque lo quieran, sino para no perder la herencia del padre. Vive solo en un apartamento en la avenida lateral del barrio de pisos nuevos. Se levanta a las cuatro de la tarde porque pasa la noche fumando canutos y dice que no puede dormir. Luego recorre diferentes bares tragando latas de Amstel de dos tragos y saludando afablemente a los de siempre, aunque muchos sean africanos y sudamericanos de los que abomina en privado. Es racista, homófobo y machista, odia los nacionalismos y sobre todo a Pedro Sánchez. Admira a Rita Barberá y a Ayuso. No se le tiene en cuenta porque su CI es el de un borderline. Se le acepta porque es un niño grande y normalmente se muestra educado y casi siempre ausente.
Hoy suelta de repente que ha muerto su padre. En un hospital de Zaragoza a los noventa años. Que no va a ir al entierro porque está muy afectado. Así es él. Le damos el pésame por inercia y adopta el papel de huérfano por un rato. Dice que no sabe qué va a hacer sin su padre y se encomienda a sus hermanas del Opus que lo cuidan y le hacen comidas que recoge en tuppers cada día. Ya repartirán la herencia y dejarán algo para los vicios de Óscar. Los fármacos los paga la SS por su invalidez psíquica.
Al final todos brindamos por el señor Semper mientras su querido hijo va poniendo rayas de perico a los presentes en el lavabo y la gente desfila en ese último pésame que a nadie le importa. A Óscar le cae una lágrima que le llega a la boca y sabe a cerveza caliente.