La nieve de la superficie se deshace y el agua se filtra entre las piedras gruesas de la casa hasta rezumar por las del sótano. Patricia está apoyada en la pared, le castañean los dientes y le duelen los huesos. El pelo que recubre su cuerpo recuerda los húmedos tallos del musgo a punto de disparar las esporas de sus cápsulas. Abre los ojos y se va poniendo en pie, se sacude, pone sus garras sobre sus caderas y realiza unos estiramientos sencillos para desentumecerse. Se da tiempo para ver mejor en la oscuridad.
Los monstruos más jóvenes, aún sin pelo, retozan en la penumbra. Se clavan los colmillos los unos a los otros, en las nucas, mientras se retuercen como culebras húmedas y pelonas buscando orificios propios y ajenos donde hendir los dedos. Patricia cruza la sala sorteando los vientres cóncavos, las espaldas convexas, las piernas en alto ofreciendo las corvas para ser lamidas… Está decidida a ir a por leña.
Los monstruos viejos no han comido lo suficiente, durante el verano, como para aguantar un invierno tan duro y empiezan a salir de su letargo. Se están quedando helados y sobre todo tienen hambre. No se puede esperar nada bueno de un monstruo hambriento. Cuanto antes suba a la planta donde está el leñero, bajo la escalera que lleva a la vivienda, mejor. Tal vez, si se apresura y aviva el fuego pronto los más mayores volverán a adormecerse, olvidándose de sus estómagos hasta la primavera, y los jóvenes continuarán alimentándose los unos de los otros. Si no, habrá que echarles carnaza a todos.
Patricia no quiere salir a cazar. Solo quiere ir a por leña y dormir un poco más.
Arriba, en su despacho, M.P.H. intenta empezar algo. Una novela, no, tal vez una «nouvelle» o como mucho un relato largo, pero incluso eso le cuesta un horror. Da igual lo que le haya sucedido en esta ocasión, los acontecimientos terribles en su vida simplemente se suceden. Desde siempre. ¡Desde hace tanto! Tiene claro que debe volver al trabajo, después de todo no es mujer de tener bajones largos ni a la que complazca inspirar compasión en los demás. Más bien lo suyo es permanecer resignada ante los allegados y firme ante los compromisos. Enlutarse y reconocer que a veces se atasca un poco, es para la intimidad. Entonces sí, agarra el dolor con la firmeza que cogería una pala y cava un escondite donde conjura frustraciones, odios y remordimientos. También miedos. Y se regodea. Empieza como si, distraídamente, se acariciara el ombligo dibujando su redondez, luego lo rasca con persistencia, para acabar horadando hasta sus tripas. Entonces, su dedo, a modo de ganchillo, teje una excusa, una justificación o una bufanda suave con la que ahorcarse. Finalmente, sale del escondite, cierra la puerta, guarda la llave y se lava la cara.
Tal vez, después, escribe.
El cursor parpadea en el extremo superior izquierdo de la pantalla dispuesto a empezar. M.P.H. se jura que no atenderá el móvil ni se va a distraer saltando de una red social a otra como una ranita por los charcos. Mira con determinación el teclado, quiere ser responsable y resolutiva pero no empieza a escribir, gira la cabeza hacia la ventana.
La casa del final de una pequeña cuesta frente a su finca ha estado vacía durante la nevada. De los aleros del tejado cuelgan un importante número de carámbanos como si fueran un muestrario de armas blancas. Gotean. La nieve se va deshaciendo con lentitud mostrando su cara menos amable. Descenderá impasible por la pendiente y acabará sumándose a la de su propia calle, formando charcos de hielo irisado y haciéndola intransitable. Su coche aparcado en la puerta ya no tiene los seis o siete centímetros de nieve que se habían depositado sobre él. Sin embargo, a su alrededor se acumulan unas montañitas de nieve prieta que tal vez debiera sacar. Vuelve los ojos a la pantalla dispuesta a escribir, pero siente frío en la nuca. El fuego se está apagando. Tal vez deba bajar a por leña y, de paso, comprobar también si en el hueco de la escalera está la pala. Cuando esté más animada retirará la nieve.
M.P.H. abre la puerta de la vivienda, cubo en mano, dispuesta a bajar a por un par de buenos leños. Bajo la escalera se amontona pulcramente, poco menos de una tonelada. Frente a ella, la entrada de la casa y, a un lado, otras escaleras, estas más rústicas, llevan al sótano.
En cuanto pone un pie en el primer escalón la sorprende un ruido desconocido. Se para a escuchar.
Patricia cuenta con poder transportar un buen fajo de leña entre sus enormes brazos, sujeta por sus pezuñas a modo de arpones.
En cuanto inicia el ascenso olfatea el aire, un olor intenso a carne y miedo le llega hasta el estómago. Eso que huele es comida.
Solo quiere ir a por leña.
M.P.H. agudiza el oído. ¿Hay alguien en el sótano? ¿En qué momento se ha dejado la puerta de la casa abierta para que un intruso se haya colado en su hogar?
Sigue descendiendo por la escalera. Agarra fuerte el cubo, de no encontrar la pala, bien podría servirle como arma improvisada.
Patricia asciende intentando ser más silenciosa. Sin embargo, oye cómo la comida se mueve asustada en las escaleras. Le llega el olor grasiento de la raíz de sus cabellos y el ácido de sus sobacos. Algo metálico le tintinea en la mano. Ojalá no fuera tan ruidosa, si se enteran allá abajo va a ser difícil pararlos. De verdad que es muy pronto, no quiere cazar, ni matar, ni comer, ni alimentar, solo quiere volver a dormirse un poco más, un tiempo más. Realmente está muy cansada.
M.P.H. llega frente al leñero cuando ve que la puerta del sótano, una tapa de dos hojas en el suelo, se abre. Apoyada en la leña descubre la pala.
Patricia empieza a salir lentamente del sótano.
M.P.H. piensa que debe ser así exactamente como se siente la gente que descubre ladrones en casa, o asesinos, justo unos minutos antes de que los maten. Entre la idea de que te invaden imaginaciones absurdas y la constatación de que no lo son, se suceden, muy lentamente, unos segundos. Un destello quirúrgico recorre la breve distancia entre la anécdota y la muerte.
La enorme cabeza de Patricia asciende. A M.P.H la sacude de repente un insoportable olor a pozo ciego y retrocede un paso. Salen los hombros de Patricia, anchos y cubiertos por un pelo verdoso. M.P.H. agarra veloz la pala. Patricia pone el pie en el último escalón y se sonríe, ¡en serio que esta comida está realmente asustada, huele a pánico! Levanta una mano que a M.P.H le parece gigantesca y extiende los dedos con la palma hacia ella. La escritora queda inmovilizada ante las pezuñas negras, duras y enormes como si con ellas la hubieran clavado a un corcho.
—Solo quiero leña.
M.P.H. asiente a la fuerza, pero levanta bien alto la pala en el aire. Patricia dobla una rodilla en el suelo y se ordena los troncos más recios del leñero entre los brazos sin dejar de controlar, de reojo, a la mujer. ¿De verdad pretende hacerle daño con esa palita? Durante un momento Patricia mira a M.P.H. con lástima y esta no siente miedo. En ese instante ambas se miran a los ojos con serenidad y de alguna manera se reconocen la una en la otra. Inmediatamente después, Patricia se dirige a la puerta del sótano de nuevo.
M.P.H. empieza a subir a su vivienda, no ha cogido ni un solo tronco, pero no suelta la pala.
Patricia encuentra al final de las escaleras a los monstruos viejos despiertos: «¿Nos has traído comida?».
M.P.H. apoya la pala en la mesa, el cursor la espera parpadeando donde lo dejó, pero en cuanto la mujer se sienta frente al ordenador, perfora la hoja imaginaria de la patalla a una velocidad encomiable, dispara a ráfagas como un buen soldado que cumple órdenes.
Patricia mira a los monstruos como si no fuera con ella y les dice: «Solo he ido a por leña» y se encoge de hombros; aun así gira su enorme cabeza musgosa hacia la escalera, piensa que no está tan lejos de la puerta del sótano, instintivamente olisquea el aire.
Realmente, también empieza a tener hambre.