Nunca he dedicado un texto a nadie por pudor, por miedo a que el gesto, aunque muy deseado, pudiera parecer pretencioso. Creo que a nadie le importará que le dedique a mi gato las letras que me arranca. Así pues… para Trasto.
Me incorporo en el sofá después de una breve e insuficiente siesta de urgencia y me miro los muslos. Pellizco, con el pulgar y el índice a modo de pinzas, los pelitos de color gris oscuro o marrón fuerte o, puestos a darle una patada a la paleta ortodoxa de colores, de un tono gato siamés que se me han pegado en los pantalones. Mis pantalones de diario siempre negros como tantas cosas, repletos de los pelos de mi gato muerto. Esa sería la imagen a la que quisiera llegar, si me ahorrara mil palabras. Es imposible resumir el dolor cuando aún tiene esa tendencia a expandirse implacablemente. Cuando se puede es que ya no duele o hablamos del dolor de otro.
He de lavar la ropa con la que cubro el sofá para que se vayan esos pelos y deje de llevármelos conmigo a todas partes, me digo sabiendo que no tengo prisa en hacerlo. Ganas tampoco tengo. Sus pelos se pegan a mí como yo a ellos. También hay pelitos del gato en el suelo. Se han quedado pegados con su saliva, espumarajos blancos premonitorios, y quién sabe si también con orines. Limpiar esa mancha reseca del suelo será más urgente que lavar la ropa, que guardar sus cuencos, que regalar su comida y su transportín.
A lo sumo necesito tres minutos para borrar esa mancha del suelo. La miro cada vez que paso arriba y abajo, arriba y abajo, de un lado a otro y oigo como si fuera entonces el aleteo incontrolado de sus patitas contra el suelo. Y lo cojo de nuevo con mi memoria entre mis brazos y él vuelve a esconder sus bigotes bajo mi sobaco. Ni él ni yo podemos dejar de temblar. Necesitaría siete vidas para encontrar esos tres minutos sacrílegos que se lo van a llevar para siempre en cuanto tire el agua de fregar por el inodoro.
Busqué la dirección de un veterinario de guardia en un domingo a la hora de comer en plena pandemia y la apunté en el sobre de la factura de Movistar, al lado de una receta de cocina escrita a vuela pluma. Había estado horneando galletas. Íbamos a celebrar on line el cumpleaños de mi hermana, mi tío estaba ingresado y la gente se estaba muriendo sola en los hospitales. Al mundo le continúa pasando la vida a pesar de que yo esté conteniendo el aire.
Igualada. Hay que ir a Igualada. Ya solo faltaba que me pararan los mossos y no me dejaran llegar.
Me llevo dentro del puño una dirección inconcreta imposible de introducir en un navegador que piense por mí.
La A-2 desierta li-te-ral-men-te parece una carretera distópica. No sé con exactitud dónde está allí donde voy. No sé si el gato respira dentro de su transportín. Cojo la salida que me han indicado, ahora es cuando puedo perderme, y si puedo ¿por qué no hacerlo? Está claro que a Murphy no le gustan los gatos. Un coche de la Guardia Civil me viene de cara, ya llevo más de veinte minutos conduciendo absolutamente sola. Con señas los paro. Tengo los ojos hinchados, supongo. No me veo. No me siento. Al gato tampoco.
—Tranquila, ¡síganos!
Y yo los sigo, luchando desesperadamente por salvar a un gato mientras en los hospitales muere gente sola y sus hijos están confinados en sus casas sin nada que puedan hacer.
Solo es un gato.
Pero es mi gato.
Era.
—¿Te vas a quedar mientras lo haga? —La voz de la veterinaria intenta ser dulce.
—¡Claro! —Y me volví sola para casa. El transportín vacío.
Intento pensar en otras cosas. Al dolor no se le echa, se le distrae, se le cubre con capas de vida, por eso me repito como un mantra cansino: “He de escribir un relato”. O empezarlo. O terminar cualquiera de los que están a medias. Ahora no puedo. Mañana tampoco creo que pueda. ¡Tantas veces ocurre que no puedo! Los retales que le sobran a mi vida a veces me atan las manos. Y cuando por fin me pongo a ello el gato me pisa el teclado; no, “el gato me pisaba el teclado», me corrijo mirando el suelo del comedor desde un poco más lejos. El filo carnicero de la nueva realidad me resigue el espinazo y huyo a la cocina. Algo haré allí, el bocadillo para mañana, llenar un cubo con agua y lejía, no, no, el bocadillo, el bocadillo… Ya limpiaré antes de acostarme. O mañana.
Abro la nevera y veo un sobre de comida húmeda abierto y agudizo el oído. Nadie viene corriendo sobre sus patitas y se sienta con mirada redonda frente a su cuenco. Sé que me pasaré los días siguientes corrigiendo gestos cotidianos porque ya no será necesario abrir la puerta con cuidado, vigilando que el gato no se escape, ni bajar las escaleras con prudencia por miedo a que se me cruce el animal atentando contra mi equilibrio, ni he de poner la ropa recién planchada donde él no alcance, de existir ese lugar. Ni negociar la cama como territorio, ni suplicar que no se me siente encima del libro que voy, vamos, íbamos a leer antes de dormirme. Diecisiete años apartando diariamente el gato desde mi pecho hasta mi costado son muchos años de lecturas y ronroneos compartidos.
Me doy cuenta de que dormir en la postura que a una le dé la gana está sobrevalorado. Se es más feliz con un gato enroscado tras tus rodillas clavándote las uñas en los muslos al desperezarse ¡Dónde va a parar! El dolor de lumbares por la mañana está justificado.
Mi gato era un gato sin más y eso me hace sentir culpable; no sé si le he dado lo suficiente: si no era el gato cabrón de Poe, ni el gato con botas de Perrault, ni el irónico gato de Perich, no era suya la culpa sino mía. Yo no soy ni Poe, ni Perrault, ni Perich, solo soy una juntaletras que no sabe escribir si el gato no le pisotea las teclas. Incluso he empezado a sospechar que todo lo que he narrado hasta ahora, tal vez, lo haya escrito él.
Paranoias.
Finalmente, limpio el suelo y me siento a escribir sola, algo saldrá. Pero no… ¿ese ruido en el ordenador? Acerco el oído a la pantalla. No estoy loca, escucho perfectamente un ronroneo. Mis dedos ágiles sobre el teclado siguen el compás.
Ya les contaré.