Si se mueven, mátalos

Los lunes, día del espectador

Con “Grupo salvaje” (1969), Sam Peckinpah pone final a toda una era, la del western y sus pistoleros.

Un grupo de niños juega en el polvoriento camino de entrada al pueblo de Texas. Pero no juegan a algo normal. Forman un círculo con unos palitos clavados en la tierra, simulando un pequeño circo donde se celebra el espectáculo del que disfrutan con inocentes sonrisas. Dentro de los confines que marca el improvisado ruedo, se encuentran varios escorpiones, bichos que, en más de una ocasión en la cabaña que improvisábamos con palmeras siendo niños, levantaba la colchoneta que usábamos para tumbarnos y, al contemplarles con el aguijón en posición de ataque, me sacaban el corazón por el gaznate del susto.

Volviendo a la escena, lo que provoca la diversión de los polluelos en flor no es otra cosa que las oleadas de hormigas rojas que están dando buena cuenta de los artrópodos arácnidos articulados. Es un linchamiento en toda regla, una matanza impune, un genocidio provocado por observadores externos, como si fueran dioses crueles. Los escorpiones se defienden, con sus poderosos aguijones, pero de nada les sirve ante la horda de hormigas. Los niños sólo vuelven la cabeza de su entretenimiento cuando detectan a unos jinetes que se acercan al pueblo. Son soldados del ejército, pero no van de azul, ni son de la caballería, esos tiempos ya pasaron. Estamos a principios del siglo XX, el ocaso de los pistoleros.

El grupo lo encabeza un tipo con bigote, de rostro adusto, horadado de surcos provocados por el viento del desierto. Tras él, otros cuatro hombres: uno gordo, con cara simpática; dos más, con barbas y bigotes descuidados, con pinta de todo menos de soldados; y un cuarto, de rasgos hispanos.

El tipo de bigote, al pasar junto a los niños, los mira de manera displicente, parece tener la mente en otro sitio. El gordo se levanta algo de su montura, curioso por ver lo que hacen los pequeños galopines, pero su gesto se transforma en horror cuando descubre la realidad de su entretenimiento. Cuando ha pasado el grupo, los críos siguen prendiendo fuego a escorpiones y hormigas. ¿Llevamos implantados un gen criminal? Qué levante la mano quien no ha hecho matanzas de hormigas o de avispas. Yo lo hice, debo reconocerlo. Pero un día una avispa me enfiló de frente, con el entrecejo torcido y gesto de encabronamiento supremo, directa a por mí. “¡¡¡Banzai, hijoputa!!!”, creo que llegué escuchar. El aguijonazo me atravesó el vaquero, pero si hubiera llevado neopreno también lo hubiera traspasado. No volví a matar ninguna avispa en mi vida. Tampoco a un ser vivo. Que yo recuerde. Arrepentidos los quiere Dios, que decía un cura pedófilo y ex legionario de mi colegio, siempre antes de cruzarte la cara.

El grupo de soldados llega al pueblo, donde hay una especie de manifestación cristiana, gente de bien muy peinada a pesar del polvo que envuelve el ambiente. Los cinco jinetes desmontan. A ellos se unen otros dos más, uno muy jovencito y con cara de perturbado. Los soldados se dirigen hacia el banco. Llevan sus armas y las alforjas. ¿Vendrán a depositar fondos del ejército?, ¿a escoltar a algo o a alguien? Antes de llegar a la puerta, el tipo de bigote tropieza con una ancianita a la que se le caen unas cajas que lleva consigo. El militar gordito de sonrisa campechana se agacha a recogerlas y, con galantería propia del cine de Ford, se ofrece a llevar las cajas de la mujer. El tío de bigote, que parece el jefe, coge el brazo de la buena señora y junto al resto del grupo la escolta hasta llegar a la puerta del banco.

Al mismo tiempo, en un tejado del edificio de enfrente, alguien avisa a otro tipo, que espera medio dormido. Su rostro, al igual que el soldado de bigote, también está marcado por el tiempo e infinitas batallas. Mira hacia la calle. Enseguida reconoce a los soldados, le resultan familiares. “Son ellos”, llega a decir. Luego vuelve la cabeza. Agazapados, en el techo del edificio, un numeroso grupo de hombres armados hasta los dientes, pero con pinta de desarrapados, esperan su señal. La mirada del hombre lo dice todo, debe resignarse con lo que tiene.

Los soldados entran ordenadamente en la oficina bancaria, donde unos chupatintas discuten sobre el precio de una hipoteca o quizás sobre la gentrificación del Oeste, quién sabe. Uno de ellos, al verlos entrar, pregunta servicial qué desean. El tipo del bigote, todo educación hasta ese momento, agarra del cuello al oficinista, lo tira por la escalera, mientras sus compañeros se lían a culatazos con el resto de empleados y clientes. ¡Ha llegado el grupo salvaje, malparidos! Y entonces el tipo del bigote se vuelve hacia el más joven de sus cuatreros, el que tiene cara de perturbado, y le grita una sola orden: “Si se mueven, mátalos”.

Desde ese momento y hasta el final de la película (sí, estoy hablando de una película, y sí, mítica) vamos a ver las correrías de la última banda de filibusteros al otro lado de la frontera. Se ríen a carcajadas, cuando unos instantes antes han estado a punto de matarse entre ellos por cualquier discusión absurda. Roban al ejército, a los bancos, al ferrocarril. No tienen ideología, ni manías especiales, ni escrúpulos, se la pelan unos u otros. No dudan cuando se trata de apretar el gatillo, beben como cabrones, son unos puteros insaciables, y es mejor cederles la silla cuando entran en un bar. Pese a todo, son testigos del cambio de siglo, del fin de una época, del comienzo de una revolución encabezada por los desfavorecidos que no servirá de nada ante el capitalismo que siempre reinará. Ya no tienen cabida, son los últimos de su especie. Entre ellos pueden matarse, pelearse y odiarse, pero si alguien se le ocurre secuestrar y torturar a un miembro del grupo, puede darse por jodido.

Siempre he querido emular al grupo salvaje. Particularmente mi sueño es llegar a un bar fusión de la calle Jorge Juan de Madrid y dejar la cuna de los emprendedores autóctonos más agujereada que el campamento del general Mapache. Lamentablemente, no soy Pike Bishop (el gran William Holden), me faltan agallas y los que me rodean a lo máximo que aspiran, como hacemos todos, es a quejarnos por las redes sociales, ese Ágora cobarde y vago.

Y eso es lo que soy, un gilipollas del montón. Eso sí, se me quedó grabado en la memoria el elemento vital de esta historia de otros tiempos, el tema que realmente me conmovió y que resulta difícil encontrar por ahí, en la vida real, la de hoy, cada vez más ferozmente individualista, servil y adocenada. Se conoce en términos etimológicos como lealtad. Una extraña historia de amor entre hombres rudos. Igual de difícil de encontrar como un gay en un vestuario de élite de fútbol. Y es que hay gente que presume de ser amigo, pero cuando llega el momento de la verdad, cuando los hechos son necesarios y sobran las palabras, cuando hay que mojarse y no quedarse en medio, arrimarse y cubrir las espaldas, bogar en la misma dirección. Estos grandes vendedores de humo, desaparecen.

Por eso me refugio de nuevo en la ficción, vuelvo a mi ensoñación donde cabalgo con el grupo salvaje, repartiendo a todo dios, riendo hasta descoyuntarse mi mandíbula, emborrachándome hasta el amanecer y yéndome de putas en pueblos de mala muerte, para, luego, terminar rodeado de centenares de hormigas rojas a las que suelto aguijonazos a diestro y siniestro, con la seguridad de que alguien me cubre la espalda hasta el final.