Alto, con botas con alza para minimizar la enfermedad de Charcot, pasea a su aire por las Ramblas. Su andar es peculiar, inseguro y algo rígido, típico de esta neuropatía hereditaria. Frecuenta el Café de la Ópera, frente al Liceo. Café con leche, casi siempre; y si alguien le invita mejor. Allí disfruta de los periódicos del día y observa sin que nadie se fije en él.
Vive solo. Un estudio sin ventilación de una sola pieza donde cocina, vive, pinta y, quizá, sueña. Su vida se reduce a poco más que eso. En el rellano cada estudio dispone de un váter y un lavamanos. Eso es todo.
Salvador es su nombre, pero todos le llaman Llorens. Llorens, le dicen los amigos para llamarlo. Es su apellido. El primero.
Le queda una tía; hermana de su padre o de su madre. No se sabe; nunca lo ha dicho. Solo cuenta que algunos domingos le invita a comer. Luego, Llorens refiere lo que comió. A veces lo alaba, a veces lo critica; de hecho, la critica a ella por tacaña o diciendo que por un día que lo invita podría haberse esforzado un poco más.
Se reúnen una serie de individuos en distintos establecimientos. Les gusta sentarse en una de las mesas rectangulares del Viejo París, de esas de los cafés antiguos, mármol blanco y patas de hierro negro.
Compran la cena en la calle de Escudillers, al lado de Los Caracoles, en la charcutería que tiene panecillos y un foie-gras económico que harta un montón. Se lo comen de camino al bar y allí toman algo. Prudentes por si nadie les invita. Se enzarzan en cualquier conversación a lo más variopinta, filosófica, social, elucubrante… Las horas pasan rápido y ellos, que no admiten mujer alguna en su grupo, dejan pasar el tiempo. Poco se sabe de cada uno. Algunos son artistas, artesanos o algo absolutamente oculto que disimulan muy bien.
Llorens tiene una cara con marcas de viruela. Andará por los cuarenta; no se le conoce muchacha ni muchacho. Vaya usted a saber, ¡es tan hermético!
En ese círculo anda a veces un gitano con posibles que de vez en cuando invita a cenar a todo el del grupo en la Cleo. Se dice que trafica con oro de contrabando con Andorra. De hecho, tiene una chica que trabaja para él. A Llorens no le gusta el caló ese, pero nunca le desprecia una invitación. Cena mejor que un triste bocadillo. Pragmatismo puro, lo suyo.
Posibles, lo que son posibles, Llorens no tiene. Se gana la vida haciendo copias de cuadros. De batallas, que se pagan mejor. Son de esos que la gente compra para lucir en el comedor o en el salón, los que lo tienen. Esa gente que con una lámina no se conforma y quiere un óleo. Da igual quien lo haya pintado y ni tan solo atienden a quien es el pintor original. A los copistas que son expertos les pagan bien por el detallismo extremo que conllevan esas copias. Llorens vive, o malvive de eso.
Luce siempre camisa y jersey. Lleva pantalones acampanados de tergal con raya. Huele limpio, pero rancio. En invierno luce gorra y podría decirse que su pelo es rojizo, casi pelirrojo, muy brillante; será por la brillantina.
Su mirada es limpia, ni siquiera puede evitar que le delate. Iris marrón avellana con una pupila intensamente más oscura poblada de líneas que se deslizan de la pupila al resto del iris en forma de rayos solares.
Es un personaje culto, aunque nunca alardea. Formado en la escuela superior de pintura de Barcelona —La Llotja—, es profesor de dibujo. Pero no quiere ejercer, solo lo hace cuando le es necesario para sobrevivir.
Su conversación siempre tiene contenido; no hay nada insulso en sus palabras. Si conviene, calla y basta. Amigo de sus amigos, es un hombre de buena calaña. Puede llegar a compartir lo poco que tiene para que otro coma.
Nunca ha querido comulgar con los marchantes de arte. Tiene un cuadro en el museo de arte moderno de Barcelona. Está considerado, o estuvo, un pintor de verdad. Ahora, maldito por no comulgar con el establishment.
Y así es la vida, o acatas o te las compones como puedas. Eso dice él.