Rosas negras

Mercado Central

 

Frente a la puerta principal del Mercado ponen sus tenderetes las vendedoras de flores y plantas. Al pasar por delante de sus coloristas paradas no se percibe ningún olor. Las flores de invernadero, de cultivo artificial e intensivo como aguacates de Almería, carecen de aroma. En un rinconcito ha florecido un nuevo puesto, con un cartel en el que pone

BIOPLANTAS

FLORES ECOLÓGICAS

Me detuve a mironear y acabé comprando media docena de rosas negras de Halfeti, «genuinas, y no las que venden teñidas con tinta de rotulador», según dijo la gentil florista pelirroja, que me cobró una pastizara por aquella exquisitez venida de Turquía por vía aérea. Era sábado por la mañana. Me hallaba yo, pues, pagando el ramito de fúnebres bioplantas, tan inodoras como las de la competencia, pues de Halfeti, nada, monada, cuando alguien me saludó efusivamente.

—¡Doña Mariposa! ¡Qué alegría verla!

Me volví y allí estaba una de las empollonas de varios, muchísimos, cursos atrás, que me había entregado en su momento un trabajo impresionante y voluntario sobre festivales de cortometrajes feministas checoslovacos. Estaba igual que entonces, sólo un poco más gruesa y un tanto ajada, porque el tiempo no pasa en vano. Me alegró de verdad el encuentro. Aunque no conozco a la mayoría de mis alumnos, y menos a los de siglos atrás, algunas caras no se me despintan, tal es su fuerza o la intensidad con la que me acosaron en su momento.

—¡Hola, guapa! —exclamé sonriendo, a falta de recordar ni remotamente su nombre.

—¡Vaya, cuánto tiempo! —exclamó. Y luego, señalando el tétrico ramo—. Compra rosas negras. Le pega. Usted siempre ha sido un poco gótica. La sigo por la prensa. ¿Cómo está?

—Bien, bien, ¿Y tú? ¿Trabajas? —era mi pregunta de repertorio cuando me encontraba con algún conocido joven, y ella todavía lo era. Ahora lo son para mí hasta los cuarenta.

—Pues, sí, sí. En una productora. No me pagan mucho, pero voy tirando —en efecto, iba tirando de un carro de la compra lleno, del que asomaba el extremo de un paquete de pan Bimbo.

—Vaya, me alegro. Por lo menos es algo relacionado con tus estudios de Historia del Cine.

—Bueno, llevo la contabilidad y ayudo a los de marketing. Pero, dígame, ¿qué ha visto usted últimamente? Solía recomendarnos buenas películas…

—¿Has visto ya la última de Wenders, Inmersión?

—Pues no, no he tenido tiempo, porque con los horarios de mi curro y los de la guardería de mi niño, no puedo hacer lo que quiero como cuando era estudiante, A lo mejor voy esta tarde, si se queda con él mi madre. Por cierto, hablando de Wenders, acabo de recordar su memorable presentación. Yo, que por entonces no me perdía una, fui y me encantó. Y Wenders, qué guapo, ¿eh? Si se hubiera podido hacer fotos con el móvil… Pero entonces eran teléfonos, no como ahora, que es como llevar un secretario para todo en el bolsillo.

Sus palabras me trajeron a la memoria una de mis aventuras agridulces como concejala años ha, antes de que la masonería fascista se hiciera con el gobierno autonómico. Por alguna razón que no recuerdo, o que nunca he sabido a ciencia cierta, vino Wim Wenders invitado por la Filmoteca a presentar un ciclo dedicado a su cine. Como concejala de cultura, me endilgaron el fantástico mochuelo de presentarlo. Yo, aterrada, pregunté al alcalde cómo tenía que hacerlo, de cuánto tiempo disponía, en fin, cómo actuar. Él dijo:

—No te preocupes. Hablará Wenders. Tú sólo tienes que cubrir el expediente de referirte a su cine, su trayectoria, o lo que creas conveniente. ¡Joer, Mariposa, móntatelo, que la concejala eres tú! Tienes una hora para decir lo que quieras.

¡Una hora, dios! María Teresa, la jefa de protocolo, que estaba con nosotros, puso los ojos en blanco.

—¿Una hora? —preguntó discretamente, pero con el horror temblando en sus palabras.

El alcalde no estaba para explicaciones. Tenía prisa y nos dejó programando el acto a nuestro aire.

—¡Una hora es una barbaridad! —sentenció María Teresa cuando nos quedamos solas—, pero si él lo dice… Yo de ti no hablaría más de diez minutos. O a lo mejor es que quiere que tu intervención sea como una conferencia…

Fuera lo que fuese, me tiré el fin de semana encerrada preparando mi actuación de una hora para presentar a Wim Wenders como se merecía. Cuando llegó la tarde maravillosa y fatídica, la sala Francisco Sanz estaba a rebosar. El director alemán, simpático y guapo, se sentó a mi derecha y me escuchó algo perplejo desgranar su vida y obra minuto a minuto. La sala empezó a impacientarse. No habían venido a oírme a mí, como es lógico, sino a él, pero yo no lo sabía entonces, no tenía puta experiencia. Cuando por fin acabé mi loa y le pasé el micrófono para darle la palabra, dijo alto y claro, haciendo una graciosa reverencia con la cabeza: «Muchas grrasias.» Eso fue todo. Sin duda no había tenido que prepararse nada, no había entendido nada y el acto no le importaba nada, pero fue muy amable conmigo, y cuando la sala se oscureció para la proyección y salimos, fuimos recogidos por el alcalde y su séquito para ir a cenar al Palleter. Más tarde nuestro ilustrado Alcalde me felicitó y me dijo que Wenders le había comentado en perfecto inglés que nunca habían hablado de él y de su obra tanto y con tanto tino —esto último, cumplido total, ya que no hubo traducción simultánea y no entendió una sola de mis palabras, salvo quizá el título de alguna de sus películas, que pronuncié en mi alemán para principiantes del Goethe Institut.

—¿Todavía te acuerdas de aquello? —pregunté a mi exalumna mientras deambulábamos por el interior del mercado, disfrutando de los olores a carne cruda, tierra removida y cebollas—.

—Pues claro. Ahí me enteré yo bien de qué iba el cine de Wenders.

—¿Y qué te pareció el acto? ¿No fue un poco plasta, y mi parlamento largo como un día sin pan?

—No, si tenía que ser así… Usted lo hizo muy bien, y a él se le veía contento. Los que se impacientaron un poco fueron los del público, porque querían ver la peli.

«¿Impacientado llamas tú a que un murmullo de fastidio se apoderó de la sala Francisco Sanz, amenazando motín?» —pensé para mis adentros, sin decirle nada a la chica, por no abusar de su memoria ni obligarla a mentir—. En fin, nos despedimos cordialmente en la puerta de la pescadería, yo con mi ramo de rosas ecológicas y ella con un manojo de perejil asomando junto al pan Bimbo por la tapa del carro. ¡Ah, Wenders, qué tiempos aquellos, cuando en la Filmoteca se producían semejantes aventurillas, culturales al fin y al cabo! Y dediqué en el santuario de mi mente mis rosas negras al director alemán, capaz de seguir haciéndome flipar con los productos de su genio, y de remover las agridulces aguas de cuando fui una concejala novata pero llena de buenas intenciones. Id a ver Inmersión. Me lo agradeceréis. Espero que la chica del carrito pudiera endosar finalmente el nano a su madre.


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