Llevo desde los veinte años creyendo que el cine era mi vida. De hecho, lo es, escribo y dirijo y fracaso y me alegro, pese a que apenas he podido vivir de él. No creo que sea por falta de talento o trabajo, sino por razones telúricas que escapan a mi comprensión y que tiene que ver con «estar», con romper la zona de confort, que ahora se usa tanto, si realmente algo te apasiona. No sé, todo unido a esa cinefilia que a veces se convertía en tu vida. Horas y horas en salas oscuras, aunque me sigo considerando un ignorante y todavía descubro cine considerado fundamental por el que ni había asomado el hocico. Divagaciones las mías, de alguien mucho más mayor que Vicente Monroy y mucho más desencantado; por otra parte, normal.
Mientras leía Contra la cinefilia de Vicente Monroy pensé que el autor, desconocido para mí, era un señor mayor. De pronto veo su fecha de nacimiento. «Cojones, soy veinte años mayor que él y ha conseguido expresar con palabras (brillantes) lo que mucho cinéfilos deberíamos reflexionar sobre lo que significa confundir la vida real con la ficticia en una pantalla».
Tiene este ensayo dos de las mejores definiciones sobre lo que es el cine que me parece he leído nunca, y mira que han pasado libros de ese tipo por mis manos. El cine es, y cito literalmente, «un mundo mejorado, fabuloso, que comparte algunas cosas con el nuestro, pero también lo excede». La confusión de nuestra vida con lo que vemos en la pantalla. La otra, más corta, «… el cine no es más que la historia de su opresión». Esta última, imagino que se refiere al constante vaticinio de la desaparición del cine. Por otra parte, la anécdota de su primer momento cinéfilo con cinco años, viendo Toy Story, junto a su madre, solo por eso, solo por esa frase final («está bien amar el cine, pero no hay que confundir ese amor con el de una madre»), lo hace el mejor ensayo que (efectivamente) he leído sobre ese invento que empezó como un espectáculo de barraca de feria, o mejor, puntualizo, sobre la cinefilia. Porque este libro no va sobre cine, sino sobre LOS QUE VAN AL CINE… en exceso.
Creo que el pollo que ha parido esta maravilla, joven, el cabrón, es profesor de cine, o algo relacionado. Yo no fui ni siquiera a una escuela de cine, no pude, no había la oferta de hoy en día y los padres eran de otro tipo. Todo ha sido cuestión de ir a una sala y escribir, escribir… y trabajar en rodajes. No sé si será un profesor intensito, de los que se descuelga con la palabra «semiótica» cada dos por tres (en el libro la cita creo que dos o tres veces), o si mira con soberbia a sus alumnos (algo muy típico), pero cuando dice que se arrepiente de debates exaltados en fiestas defendiendo vehementemente posturas de las que luego se arrepiente, nos define a todos los cinéfilos. Solo por eso, y por el final, su libro es de panteón. De hecho, hay una cosa que tenemos en común, aparte de la cinefilia, que no deja de ser una parafilia. Y aquí lo cuento.
Menciona en una parte del libro algo que le sucedió en un cine (en esto me salen también unas memorias) en New Jersey, cuando le desalojaron a él y resto de espectadores de la sala de un centro comercial (ese invento estadounidense a la mejor gloria del capitalismo como becerro de oro que, como cretinos que somos el resto, hemos copiado en nuestros países para convertirnos en americanos protagonistas de una peli) donde estaba viendo El caballero oscuro. ¿El motivo? Ese mismo día fue la matanza en otro cine donde proyectaban la peli, concretamente en Colorado.
Evidentemente esa sociedad tendría que replantearse hasta dónde llega la frustración de los que no se adaptan al sistema de consumo y a la cuqui-felicidad. Pero bueno, dicha esta gilipollez, lo que este hombre y yo tenemos en común es que (creo) trabajamos en el mismo parque de atracciones, concretamente en Wildwood, New Jersey. Él lo hizo siendo joven por los motivos que fueran. Yo lo hice veinte años atrás precisamente por mi desbordada cinefilia, junto a otro amigo devorador de películas (aunque se curó y ya no lo es). Lo hicimos para recrear las películas que admirábamos. Con el dinero ahorrado en esos curros precarios norteamericanos, viajamos por todo el país de las «oportunidades». Ahora lo recuerdo y, aparte de la experiencia, de la que no me arrepiento, mi admiración hacia ese país cayó en una fosa abisal, pero esas son cosas de la vida, que te patea y te salen hemorroides de frustración.
En fin, espero que tanto halago no se le suba a la cabeza al tal Vicente Monroy, ni se vuelva gilipollas, en caso de que no lo sea ya, que espero que no. Yo creo que no.